Entre mis 7 y 11 años, con mamá y hermanos pasé los veranos en el campo de abuelo Julio, en el norte cordobés. Veníamos de la ciudad y nos quedábamos hasta que empezaba el colegio.

El y abuela Marcelina vivieron siempre ahí, trabajando en las tareas propias de campesinos de finales de los años 60: hachar leña y quemar carbón; hacer queso, manteca y un dulce de leche rubio y acaramelado; criar aves y animales, sembrar y cosechar, acompañar ritualmente los ciclos de la tierra…

Su pequeño campo les permitió criar seis hijos propios más dos o tres que por alguna razón se quedaron sin padre. Los varones partieron a la ciudad después del servicio militar buscando una vida más fácil. La única mujer se casó y desapareció también. Ellos repitieron año tras año las rutinas ancestrales, alteradas en los veranos por la llegada de los nietos.

Eran 50, 60 días en los que mi vida cambiaba por completo. Por empezar no había luz eléctrica. Yo admiraba como abuelo Julio se movía de memoria por la casa hasta encender el sol de noche, bien tarde, para cenar. 

Me gustaba seguirlo a todos lados. Era un hombre parco que no sabía demostrar cariño a sus primeros nietos que éramos nosotros. Pero tenía paciencia para enseñarnos muchas cosas de la vida rural. Por ejemplo a andar a caballo ¡algo fascinante de verdad! y a juntar huevos, (y de paso aprender de dónde venían).

Algunas tardes se sentaba en el patio con los ojos perforando el horizonte, sólo y en silencio. Cuando le pregunté que miraba dijo: «si se hace la tormenta». El agua salvadora de su cosecha y su futuro…

Misael se llamaba. Hermano de abuelo Julio. Pero para mi padre y sus hermanos era, simplemente, el tío Misa.

Tenía su campito cerca del pueblo y nos visitaba a veces para compartir noticias. Llegaba en sulky seguido por un montón de perros. Bajaba lentamente, ataba el caballo en el algarrobo del patio y caminaba hacia la galería donde estaba la vida de la casa. Saludaba y se sentaba a tomar mate. 

Hablaban seriamente, con mínima gestualidad. «Llueve poco. Las vacas no valen nada, tampoco el carbón. Pasaron las langostas y se comieron todo. Sólo cabritos y quesos vienen a buscar, algunas gallinas y cerdos… Va a ser un año duro…». Yo los miraba con asombro. Me intrigaba que dos hermanos se trataran casi como extraños, sin las actitudes que imaginaba propias de personas tan cercanas. Nada hacía pensar que se querían y extrañaban pese a que estaban cerca, se visitaban seguido y compartían lo necesario para sobrevivir en sus precarias condiciones.

A veces, en medio de la charla, surgía el recuerdo de sus hijos. Aquel que murió tempranamente y del que pronto sería la misa aniversario que entristecía a Isabel. O Alberto, querido especialmente porque era el más chico, el que «tuvieron de viejos», el que en la ciudad consiguió trabajo y novia. El que nunca volvió a verlos, otro dolor para Isabel. El que quizás esta Semana Santa…

Abuelo Julio lo anoticiaba de la vida de mi padre, que también había elegido la ciudad, que tampoco venía nunca pero le mandaba los nietos y la nuera.

Cuando hablaban de esas cosas sus rostros se suavizaban, miraban para abajo, los ojos rebotaban en el piso de tierra, la tristeza los igualaba, los silencios los llevaban lejos…

De noche, sentados en el patio después de la cena, abuelo Julio miraba la luna y sabía si ¡por fin! llegaría la lluvia tan esquiva y si era el tiempo de castrar los terneros o sembrar el maíz. Yo estaba intrigado. ¿Tan importante era la luna?…  En la represa croaban las ranas. Con mis hermanos nos divertíamos atrapando bichitos de luz, pateando sapos asquerosos o mirando el cielo hasta encontrar alguna estrella móvil.

Abuelo Julio Contaba historias muy impresionantes. Dijo que una vez vinieron del pueblo a buscar tablas para fabricar un cajón de muerto. Él les dio las pocas que tenía y unos clavos e improvisaron un féretro que al probarlo quedó corto. ¡Las piernas del finado no cabían! Me preguntó: ¿Qué crees que hicieron? Y explicó que buscaron un hacha y se las cortaron, justo encima del tobillo, y pusieron los pies en los sobacos, entre los brazos y el torso. Y después lo cerraron.

Una noche se le apareció un forastero que se había ahorcado años atrás en el árbol del corral. Lamentándose le mostraba, arrepentido, un tiento que tenía entre sus manos, el mismo que usó para colgarse.

Otra vez, de madrugada y viniendo de casa de tío Misa, un jinete sin cabeza se le puso al lado en el callejón del fondo. Los perros empezaron a llorar de miedo y se metieron al monte. Y aunque siempre llevaba su escopeta, esta vez quedó paralizado. Rezó un padrenuestro y después otro y otro y otro mas más hasta que el fantasma se desvaneció de a poco. Desde entonces no volvió a cabalgar de noche.

Sus historias, contadas a propósito para meternos todo el miedo del mundo, nos complicaban el camino hacia los dormitorios hasta encontrar las camas.

A veces íbamos a casa de tío Misa que vivía con Isabel, su mujer, y dos de sus nueve hijos. Ahora éramos nosotros los que atábamos el sulky levantando polvareda, seguidos por nuestros propios perros.

Me asombré cuando supe que capturaba serpientes, que vendía a doctores que fabricaban con ellas sueros milagrosos. Le pagaban bastante. En su patio había tarros de leche nido boca abajo, apretados contra el suelo con unas piedras grandes. Yo no sabía por qué no me dejaban acercar pero luego entendí que adentro de cada uno había una cascabel enfurecida.

Tío Misa cuidaba muy bien sus herramientas. Las limpiaba y afilaba hasta dejarlas relucientes. No se las prestaba a nadie y las escondía de sus hijos. Hasta que de a poco dejó de recordar adonde las había ocultado, las buscaba y nada, se enojaba, decía que se las habían robado. Varios años después de su muerte, cuando desarmaron el rancho donde guardaba el sulky,  en la cumbrera del techo, entre las ramas, aparecieron cucharas, pinzas, tenazas, tijeras…

Abuelo Julio armaba su cama en el patio y dormía tapado con un poncho. Antes del amanecer se vestía, doblaba el catre e iba hacia el fogón de la cocina a atizar las brasas de la noche anterior y reavivar el fuego (que nunca se apagaba) para los primeros mates.

Una noche decidió armar un catre para mí. ¡Yo no lo podía creer! ¡Que aventura! Cuando nos acostamos le oí decir así, como si nada: «esta noche voy a dormir como el cura».

Me sorprendí e imaginé. ¿Cómo dormiría un cura? ¿Tranquilo porque era hombre de Dios y sin pecado? ¿En paz porque ayudaba a mucha gente? La intriga se me instaló en la cabeza. ¿Cómo dormiría un cura? Difícil pregunta para un niño que aún no había hecho el catecismo. Le tenía mucho respeto a abuelo Julio como para preguntarle. Una cosa era verlo mirando en silencio el horizonte y otra muy distinta escucharlo decir una frase tan profunda.

La duda me tuvo en vilo durante muchas noches en las que, cuando armábamos los catres en el patio, yo esperaba que repitiera la frase. Sin embargo solo algunas veces, cuando estaba particularmente cansado, decía como al pasar: «esta noche voy a dormir como el cura». Ahí entendí que el asunto tenía que ver con el descanso. Que necesitaba una noche de profundo reposo para recuperar sus fuerzas. ¿Sería que los curas también se agotaban desarrollando sus tareas?

Tío Misa era un hombre de fe. Un año lo acompañamos a las fiestas patronales del pueblo, bien vestidos. El con su poncho al hombro y su mejor sombrero, que se sacó al entrar. Desde siempre contribuía al mantenimiento de la capilla y al sostén del cura. Donaba animales para rifas y sufragaba para el arreglo de los techos. Había fabricado un par de bancos a los que les grabó su nombre y trabajó con sus propias manos mejorando el camino de entrada.

Era el dueño del campanario. Llegaba siempre un rato antes para llamar a misa. Sabía “tocar a muerto” para avisar de algún velorio y también rogativas, cuando asolaba alguna peste o algo afligía. Solo él sabía las cadencias apropiadas con tres golpes al final: padre, hijo, espíritu santo…

A todos sus hijos les puso el nombre del santo del día en que nacieron, ese que figuraba en el almanaque que tenía en la cocina y al que se le sacaba una hoja cada día.

Todo el pueblo estaba en la plaza. También familias enteras de parajes vecinos, gente que no se veía desde la fiesta del año anterior.

Por la mañana la misa solemne. Después la procesión. Tío Misa tomaba las andas del santo para dar vuelta a la plaza en medio de rezos y bombas de estruendo. El cura adelante con los vecinos más notables. Luego la imagen bamboleándose y atrás las familias cantando alabanzas. Los niños correteábamos los perros que estorbaban el paso asustados por el ruido.

A la tarde las cuadreras. Yo nunca había visto carreras de caballos. Se jugaba fuerte y los apostadores dejaban su dinero en manos de tío Misa, que lo entregaba al ganador. Todo un honor reservado a personas respetables.

A la noche el baile. Ese año volvimos temprano pero tío Misa contó que cuando era mozo siempre se quedaba y que en uno de ellos conoció a Isabel, su mujer. Mientras el sulky se hamacaba por la huella polvorienta supe que en los bailes pasaban muchas cosas, pero él siempre se retiró a tiempo. Y al otro día se enteró de algún duelo a cuchillo o de alguna muerte a tiros. Por una mujer, por una deuda, por un engaño… pero él siempre se fue antes.

En nuestra última visita estaba como ausente de la charla en la rueda del mate. Muchos años después supe que el Alzheimer estaba conquistando su esencia. Por entonces, con mis 8 o 9 años, apenas lo veía ensimismado mientras Isabel hablaba feliz de su hijo menor, ese que tuvieron ya de grandes, que trabajaba en una fábrica, tenía novia y pensaba establecerse en la ciudad. ¡Para Semana Santa prometió volver!

Parecía que tío Misa no escuchaba. Pero de repente le dio por preguntar.

– Isabel, ¿de quién estás hablando?

Ella dijo emocionada: 

– De Alberto, tu hijo.

Y él, perdido en los abismos de una enfermedad que lo había usurpado quitándole el recuerdo de lo que más amaba en el mundo, la miró con tristeza y contestó:

– No lo conozco.

Las vacaciones se iban terminando y yo no sabía cómo averiguar. Todo el tiempo pensaba en ese comentario escuchado a veces antes de dormir en el catre del patio. “Esta noche voy a dormir como el cura”.

La bendita lluvia llegó por fin y nos obligó a cobijarnos en la galería comiendo choclos asados y queso derretido en el brasero. Nos despedíamos de una vida que habíamos aprendido a querer. 

Era mi última chance. Ahí o nunca.

No sé de donde saqué fuerzas para mirarlo y preguntar:

Abuelo Julio, ¿Cómo duermen los curas?

Hice esa pregunta hace ya cincuenta años. Y nunca me abandonó la nostalgia al recordarla. Con su rostro inexpresivo, sin darle ninguna importancia a aquello que me había tenido en vilo todas las vacaciones, miró a lo lejos y dijo:

– Enroscados como los perros oliéndose el culo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS