La abuelita Gracia murió un 2 de enero. Un día de tanta importancia en su vida que a nadie le pareció extraño que así fuera.
Tenía 92 años y desde hacía treinta y cinco había dejado de ser feliz. Treinta y cinco exactamente, tantos como los que sí había sido feliz, aunque ella no se hubiera dado cuenta.
La pandemia no permitió que se le pudiera hacer un funeral como se hubiese merecido, rodeada de hijos y nietos que la amaron tanto como ella los amaba aunque jamás se los demostrara.
Su entrega sin límites, su proverbial sentido de la obligación, su despojado sentimiento de amor a su familia, su concepto tan encorsetado de lo que debe ser, de lo que se debe hacer, de lo que se debe callar, y también su absoluta falta de expresión para con los que la quisieron, que bien sabían que ella los amaba, aunque nunca lo escuchasen de sus labios. Todo eso flotaba en el aire de esa sala tan vacía, donde por fin podía dormir sin preocuparse por lo que opinaran los demás, sin la vergüenza que le daba los que la miraban, sin ofuscarse porque creía que solo la miraban porque irradiaba la belleza más excelsa que podía verse en una señora de 92 años, belleza que había cargado como una cruz durante toda su vida.
El hijo mayor, con las pocas canas que le quedaban en su perfecta cabeza, lloraba despacito, con lágrimas que caían lentamente por las mejillas sonrojadas. Y su memoria, que ya empezaba a fallar, seleccionaba intencionadamente los recuerdos que encontraba, y dejaba sólo los más lindos, los que lo habían llevado a la felicidad absoluta, a vivir creyendo que nadie tenía más suerte que él porque había nacido en la familia perfecta, con los padres perfectos, en el momento perfecto. Pero la memoria es traicionera y no nos obedece, y lo llevó sin escalas a ese otro 2 de enero, treinta y cinco años atrás, donde todo cambió, ese día fatídico donde la abuelita Gracia, totalmente dominada por un severo trastorno emocional que aún nadie le había detectado, decidió que todo lo bueno que todos habían construido debía ser destruido… Es que a ella la felicidad le daba mucho miedo.
La hija menor no pudo concurrir al funeral. Fiel al legado de su madre, había heredado el sentido de la obligación, el deber ante todo y el terror a que los demás la juzguen aunque esos juicios fuesen de admiración. No soportaba que la miren, la paralizaba tener que hablar o tener que decir lo que pensaba, o demostrar que ella también tenía criterio y que no era solo un envase bonito, tal como pensaba su madre. Sus cuatro niños, hijos tardíos en su vida, todavía necesitaban sus cuidados, y las restricciones a la movilidad hacían prudente que no salieran de casa. La enésima variante del virus mutaba otra vez, y las vacunas debían evolucionar permanentemente para seguir siendo efectivas. Los sucesivos encierros prolongados ya no se cuestionaban, y las formas de llegar a la felicidad habían mutado tanto como los virus.
El otro hijo varón se comunicaba por una pantalla que había en la sala. Estaba allí, congelado, como si también él estuviese muerto. Hacía treinta y cuatro años que no la veía, que no la abrazaba, que no le daba un beso. No se le había pasado el enfado con ella, él también se había creído que había nacido en la familia perfecta, con los padres perfectos, en el sitio perfecto. Pero fue el único en detectar que a Gracia algo le pasaba, que su agresión habitual a las personas que la querían, claramente no con sus hijos, pero sí con todas las personas que le hacían sentir invadido su espacio personal, solitario y taciturno, como si fuese una defensa alocada frente a los que la halagaban y la consideraban bien. Él vio el problema, vio el maltrato a su abuela, y lo comprobó con el tremendo acoso psicológico a su padre. Lo que no sabía es que ya antes, mucho antes, otras personas habían sufrido ese mismo desdén, destrato e invisibilidad cruel que ella manejaba muy bien y que minaba la personalidad de la víctima llevándola a su terreno ideal de lucha, lucha sin sentido y sin razón, pero lucha al fin en la cual todos salían derrotados. Derrotados y fuera de su vida, expulsados y desaparecidos hasta hacer que sintiesen que no existían. Por eso se enfadó tanto con ella y se fue, y sus caminos lo llevaron lejos, y esos mismos caminos nunca más lo devolvieron a la casa familiar frente al parque de los olivos.
Setenta años atrás había comenzado esta historia, que fue sin dudas una gran historia de amor… El traje gris azulado, algo arrugado, su pelo ensortijado, su barbita incipiente, y ese brillo en los ojos que nunca perdió al mirarla. Así era él. Pasional, impulsivo, cariñoso, romántico, capaz de escribir un poema para ella en un instante en una servilleta de papel. Gracia, espléndida en su vestido blanco muy escotado, también lo miraba con brillo en sus clarísimos ojos. Y todo parecía perfecto, y todos los miraban a ambos y sabían que era imposible que no fueran felices.
El tiempo empezó a correr mientras subían y bajaban de aviones que los llevaban a los sitios del mundo que querían conocer. Playas, viejas ciudades, bosques, lagos y muchas, muchísimas carreteras que vieron como se querían mientras recorrían el mundo. Monedas distintas, idiomas distintos, climas distintos, gente distinta, todo era atractivo para ellos dos, porque estaban juntos. Y si estaban juntos, nada más importaba. Y el tiempo siguió pasando mucho más rápido aún, cuando empezaron a frecuentar incesantemente las salas de parto. Entraron dos, y salieron tres. Y luego entraron tres, y salieron cuatro. Y cuando entraron cuatro, salieron cinco. Y como su amor seguía siendo tan grande, volvieron a entrar, y salieron de esa sala de parto los seis. Por fin Gracia cumplió su sueño de los cuatro hijos, aquel sueño que se prometieron entre caricias y sin el traje gris azulado ni el vestido blanco escotado. Y el tiempo siguió avanzando mientras los ladrillos rojos se apilaban para construir la casa de sus sueños. Muchos ladrillos, muchas ventanas, mucha luz y muchísima ilusión, porque era la casa donde la felicidad nunca se acabaría…
Sin embargo, Gracia comenzó allí a manifestar, aunque nadie se percatara, un extraño trastorno emocional que la descontrolaba y le modificaba su percepción de la realidad. La casa de ladrillos rojos dejó de estar feliz, y comenzó a ser difícil para él comprender lo que ella quería.
Él hizo todos los esfuerzos, le permitió todos los caprichos, le consintió todas sus ocurrencias. Pero nada parecía suficiente.
La brutal crisis económica del país fue muy útil para ocultar los verdaderos problemas de Gracia, que los disfrazó hábilmente, y concluyó que la solución estaba al otro lado del mar. Y allí fue él, cruzó el océano para buscar una vivienda, para encontrar buenas escuelas para los niños, para mendigar un trabajo digno.
Y poco después la gran familia de seis cruzó el mar.
Y como los comienzos siempre son esperanzadores, pareció que la felicidad volvía a la vida de Gracia, y por lo tanto a la de él. Y una nueva casa, frente al parque de los olivos, cobijó los sueños renovados.
Pero Gracia alternaba etapas felices con otras en las que su trastorno le impedía ver la realidad. Y en ellas creía que sufría, y que todo lo malo que creía que le pasaba era solo por culpa de él.
Esa idea se instaló muy adentro de su ser, tanto que ya no la abandonaría nunca.
Él, tan ingenuo como apasionado, trabajaba duro y avanzaba con fuerza buscando obtener lo necesario para que la vida, sus vidas, fuesen apacibles, seguras, tranquilas. Pensaba en el presente y en el futuro. Y paliaba como podía las tormentas emocionales de Gracia, que cada tanto aparecían virulentas amenazando con destruirlo todo.
A él nada lo hacía desistir, el brillo en sus ojos castaños volvía cada vez que la miraba, cada vez que la tocaba, cada vez que la amaba. Pero tanto brillo terminó encandilándolo y no le dejó ver que el brillo de ella se apagaba cada día un poco más.
Y así el tiempo siguió su curso, fue implacable y no se detuvo aunque él se lo pidiese tantas veces. Y con su avance llegaron algunas canas, y muchos desencuentros.
Los chicos se hicieron grandes, la casa frente al parque de los olivos comenzó a vaciarse, la vida y sus etapas se presentaba inexorable.
Y cuando llegó la pandemia, la primera, todo comenzó a derrumbarse. Gracia no soportó el encierro, las tensiones, la incertidumbre. Se aisló más cada día, mucho más de lo necesario, y su mente comenzó a desvariar y a fabricar esa realidad paralela que su trastorno convertía en su realidad. Y así llegó ese 2 de enero, el primero de los dos que marcarían su vida. Y su muerte.
Él dejó la casa frente al parque de los olivos ese día, incapaz ya de resistir las recurrentes crisis de Gracia. Casi sin ver, con sus ojos inundados por las lágrimas, condujo su viejo coche hasta la estación del tren. Y cuando el tren se alejaba, él, con el alma devastada y mirando hacia atrás sabía que allí, en aquella estación vacía quedaban su amor y su vida. Murió poco después de comenzar la segunda pandemia, sin volverla a ver, sin poder volver a decirle lo mucho que la quería.
Nadie supo que sintió Gracia cuando le dijeron que él había muerto. La expresión no era lo que mejor se le daba.
Se dedicó por entero a su hijita discapacitada, a la que entregó su vida sin claudicaciones, sin excepciones, sin descanso. Y a sus hijos y a sus nietos cuando ya no estuvo su hijita. Sin derramar una lágrima, sin demostrar una sola flaqueza, sin decir jamás te quiero. Sin mencionarlo a él ni una sola vez.
Y así siguieron pasando los años…Implacablemente. Así, sin matices, como ella había propuesto que fuera su vida.
En los últimos días de aquel diciembre en los que azotaba sin piedad la enésima pandemia, poco después de colocar los adornos de Navidad en la vieja casa frente al parque de los olivos, la abuelita Gracia dejó la realidad para entrar en una profunda ensoñación donde solo estaba él. Y con él conversó todos esos días, hablando sin parar como nunca lo había hecho y sin que se le entendiera ni una palabra. Pero nadie lo dudó, todos supieron que hablaba con él, y que le estaba diciendo en esos días todo lo que no le había dicho en aquellos treinta y cinco años juntos, cuando sus traumas y sus miedos no le permitían ver que estaba siendo feliz. Y así llegó el 2 de enero, otra vez.
Y ella le dijo a él —ahí voy, espérame que ya llego—
Y él, o sea yo, mientras miro como va llegando, celebro que por fin haya decidido volver conmigo.
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