Querido Darío:
Se que hemos pasado por algunos problemas, pero a veces las cosas sencillas son las que nos ayudan a seguir adelante. Lo digo ahora que el covid nos ha robado muchas de ellas, tal como un beso o un abrazo. Es el día de mi graduación como doctora en medicina y te escribo estas letras, para que comprendas algunas cosas que son importantes en mi vida. Para ello te contaré una historia que escribió mi madre. Siempre que la leo, me pone la piel de gallina. Este relato es una lección de vida sencilla y rica en valores. Comienza así.
Yo era una joven florista, allá por el 1930 en Chicago. Mi salario no daba para gran cosa, puesto que no era más que una simple dependienta. Pero era lo suficiente para pagar el alquiler y para empaparse en la noche de esta , que pese a todo tenían una verdad y una vida sumergida.
Nunca presumí de tener una silueta esbelta, de echo me sobraban un par de kilos. Pero tenía una hermosa melena castaña y aceptación entre los chicos de mi edad.
Todo empezó aquella noche en la que entré en aquel tugurio grasiento y destartalado. Poco a poco bajaba las escaleras y el olor a tabaco y alcohol se hizo más patente, a media que descendía cada escalón. Eran tiempos de la ley seca. Y la música, que era fruto del mestizaje y la Gran Depresión, provocaba una felicidad, tal vez ilusoria, a costa del sufrimiento enmascarado de los recolectores de algodón, esclavos y servidumbre que hacían la producción bastante rentable. Los cantos de los campos de algodón, llegaron a los garitos clandestinos, otorgándole a los esclavos verdaderos instrumentos. Sí, eran tiempos de economía sumergida, corrupción y jazz.
Muchos de estos lugares los lideraba “Al cara cortada Capone”. Por aquel entonces no meterse en los negocios de Al, era una tarea casi imposible. Incluso en alguna ocasión me vi vendiendo tabaco de contrabando.
Al fondo, tú con tu americana blanca, tu clavel en la solapa y tus ojos pardos que me observaban como salidos de una novela negra. Yo con mi vestido de flecos rojos. Reparé en ti al primer vistazo. Llenabas la estancia, con tu porte de chico bien y tú cara de chaval incorregible. Notaba como mis piernas temblaban a cada paso. Me besaste la mano cuando baje el último escalón y me agarré a ti subida en unos tacones de vértigo, con aparente seguridad.
Sonaba Ray Charles y me preguntaste si quería bailar. Sonreí, porque siempre presumí de tener dos pies izquierdos, pero aún así me deje llevar. Mientras, sentí como tú mirada bajaba hasta mi escote, así como la mía se centraba en tus labios. Era tal la atracción y la complicidad que todo a nuestro alrededor desapareció.
—¿Cuál es tu nombre?—preguntaste lleno de curiosidad.
—Valeria.
—Hermoso, casi tanto como tus ojos.
Un moscardón intentó arrebatarme de tus brazos, a lo que respondiste propinándole un certero puñetazo, digno de un púgil.
Esta vez me agarraste por la cintura atrayéndome hasta ti. No dude en pisar la espalda del aquel individuo, si así podía llamarle, tras propinarle un puntapié en las costillas. Estuve a punto de preguntar tu nombre, pero la sensación de misterio era más provocadora.
—¿Quién te enseñó a pegar así?
—En la noche de Chicago aprendes demasiadas cosas.
Acompañé el comentario con una sonora carcajada.
—¿Trabajas para Al?
—No niego haberle echo algún trabajito alguna vez. Decir lo contrario sería engañarme a mi mismo. Nada con lo que mancharse mucho las manos. Alguna vez lo ayude a deshacerse de alguna redada. En mis ratos libres vendo enciclopedias.
Me guiñaste un ojo tras decir esto.
Me sentí tremendamente aliviada. Alguien que golpea así puede resultar peligroso.
Tu rostro se endureció hasta tomar un aire entre solemne y divertido:
—¿Quieres ser la madre de mis futuros hijos? Por cierto me llamo Charlie.
La música se suspendió.
—Por el resto de mi vida— respondí embobada mirándote a los ojos.
En los años sucesivos nos casamos. Compramos una casita en un buen barrio y un pequeño coche que pagábamos no sin sacrificio. Siempre soñando en viajar juntos a Brujas, ahorrábamos cada céntimo que podíamos. Pero, siempre que estábamos a punto de conseguirlo, alguna avería, ya fuera de la casa o del coche que Charlie usaba como herramienta de trabajo, nos obligaba a deshacer planes y empezar de cero una y otra vez. Nunca fuimos a Brujas, juntos.
Poco a poco “cara cortada” prescindió de nuestros servicios. Lo cazaron por evasión de impuestos y murió en la cárcel. Viejo zorro, con todos los trapicheos y reyertas en las que se metió y acabó muriendo de bronconeumonía.
Pasaron días meses, años de arduo trabajo pero feliz convivencia. Nos volvimos gente respetable. A veces Charlie tenía que ausentarse en largos viajes, para lograr llegar a fin de mes. Nunca le reclamé nada puesto que cada vez volvía con más impaciencia. Siempre contaba el lado amable de su trabajo, que sin duda debía ser arduo y tedioso. La vida en la carretera podía ser bastante peligrosa. Aún así te las apañabas para tener vacaciones. Una de ellas coincidió con la noticia de mi embarazo. Tu cara se iluminó y me levantaste en volandas. El día después comenzaste los preparativos de la habitación del niño. Tres meses después lo perdí. Fueron tiempos oscuros que no habría superado sin tu carácter afable y cariñoso. Lo intentamos durante mucho tiempo. Me sobrevino la menopausia y no pudimos tener hijos.
¡¡¡Por fin!!! Llegó el día de tu jubilación.
Volvíamos a escuchar a Ray Charles en nuestro dormitorio, donde nunca habíamos concebimos hijos.
—¿Bailamos?— y me besaste la mano como aquella noche al pie de la escalera.
Tú en pijama y yo en camisón, me habías vuelto a trasladar a nuestra juventud. Y ahora con el pelo ya cano, volvía a recordar porque eras el hombre de mi vida.
Fue el último momento en que vi al Charlie sonriente. Después de esa noche todo pareció estar en nuestra contra, puesto que mi marido fue presa de un cáncer de pulmón, que lo fue consumiendo poco a poco. Murió en mis brazos tras susurrarle toda la noche al oído palabras de aliento.
—Siempre estaré aquí—fueron sus últimas palabras mientras ponía su mano al la altura del corazón.
El cáncer logró arrebatarme su cuerpo…porque su alma siempre estaría velando por mí. Y si bien no todo fue idílico, veníamos de una generación en la que cuando algo se rompía lo arreglábamos. Pese a todo y la falta de descendencia me dio una vida plena y muy feliz.
Fue una ceremonia sencilla, en la que pude comprobar el cariño que despertaba mi marido a su paso. Llegó gente muy variopinta, quizá hasta extravagante, desde lugares imposibles. Ese día me arroparon, contándome la de veces que Charlie los había sacado de algún apuro y de las numerosas alusiones a su hermosa mujer.
Con los pocos ahorros que quedaban y la venta de la casa—el coche, hacia años que no arrancaba—, decidí ir allí donde siempre soñamos, teniéndote siempre presente. Allí en Brujas me parecía verte jovial doblando una esquina, o sentía tu presencia a mi lado admirando alguna obra de arte—no sabía que me encanta el arte— afirmabas a mi oído como si estuvieras a mi lado. Brujas era un paraje, digno de un cuento de los hermanos Grimm, con sus construcciones con tejados de doble ala al pie de inmensos canales. Construcciones llenas de colorido que contrastaban con su cielo azul plomizo. Un lugar con tanto encanto que me hubiera gustado ver contigo.
Mientras me tomaba un café contemplando el Campanario, mantenía conversaciones eternas con tu recuerdo. Viví unos años de una aterradora ausencia, en los que no sabía que iba ser de mi. El dinero se acabó.
A la vuelta a Chicago ingresé en un asilo para ancianos que pagaba mes a mes con mi pensión, otorgada tras una vida de trabajo.
A menudo una joven cuidadora me hablaba con cariño y me pedía que le contara mi historia.
— Cuénteme su historia Valeria. Hábleme de Charlie.
Y mis ojos se llenaban de lágrimas al recordarte. Te veía frente a mi tan real como la misma vida.
—Demasiado tiempo sin verte Charlie, demasiado… y pesa.
Esa noche soñé contigo. Me susurrabas con dulzura.
—Falta poco para volver a verte…
Palabras que resonaron durante días en mi cabeza y que a menudo me sacaban una sonrisa cómplice, que nadie entendía.
Silenciosamente, fui olvidando detalles cotidianos debido a los años y mi avanzado Alzheimer. Pero me aferraba a ti y nada ni nadie lograría que te olvidara. Siempre sola, con la única compañía de mi cuidadora. Reviviendo momentos de una vida hermosamente sencilla, con una pequeña fotografía tuya entre mis manos.
Y ahora en el cuarto de aquella residencia, donde me debatía entre la vida y la muerte, rememorando aquellos hermosos momentos y esperaba reunirme la única persona capaz de hacerme viajar en el tiempo. Ya exhalando mi último aliento pensé, en un momento de lucidez, que fuimos la única generación capaz de sobrevivir a dos Guerras mundiales, un horrible crack bursátil y a una pandemia de una fiereza aterradora. Una generación fuera de serie, con las ideas claras, que luchaba por lo que quería, en lugar de tirarlo a la basura.
Vi a Charlie extender su mano hacia mí. Estaba deslumbrante. Me había desecho de los jirones de mi arrugada piel y me volvían a sobrar un par de kilos. Tú con tu americana blanca yo con mi vestido de flecos rojos está vez descalza y al final…una deslumbrante paz indescriptible.
—¿Bailamos?
Un ininterrumpido bip anunciaba mi muerte.
Mi madre siempre cuenta que murió con una extraña cara de felicidad, a los 86 años, hacia el 1997.
Este es el final del relato que mi madre escribió de su puño y letra. Lo que Valeria nunca supo es que mi progenitora fue durante años la joven cuidadora que le pedía que le contara su historia, con el único propósito de que su hermosa viejecita no olvidara y para cuando la anciana ya no fue capaz de hablar, mi madre se la leía una y otra vez. Y es ahora que mi madre falta en mi vida por culpa del covid, plasmo estos recuerdos para que nunca se me olvide la importancia de la empatía, el valor del esfuerzo y que las cosas si se rompen, se arreglan antes de tirarlas a la basura.
¿Quieres ser el padre de mis futuros hijos?
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