Mi abuelo siempre ha sido un personaje muy particular. Un señor de lentes, gordito, de voz gruesa y un poco calvo.
A veces, cuando se deja crecer el cabello, se le forman a ambos lados de su cabeza dos montículos de pelo rizado. Esto me hace gracia pues, a veces, se parece a un gatito persa con lentes.
Como dije, es una persona peculiar, la más divertida que conozco. Es curioso, pero mi querido abuelo no es consciente de lo encantador que es.
Para muchos es una figura algo intimidante. Esto se debe a que tiene muchísima presencia y, también, a que tuvo una exitosa carrera política y académica en Venezuela.
Fue embajador en Ginebra, Procurador General de la República, fundador de la Escuela de Filosofía en la Universidad Central de Venezuela y número de la Academia de Humanidades y Ciencias Sociales. Como ven, tuvo algunos éxitos en su vida.
De pequeño, recuerdo que me pasaba horas mirando una vitrina en su biblioteca donde guardaba todas las condecoraciones que recibió a lo largo de los años.
Eso intimida a cualquiera. A mi me intimida y soy su nieto.
Aun así, mi abuelo es una persona humilde y, como dije, divertida (casi siempre por accidente).
Una vez estábamos en Subway (una franquicia de sándwiches), y mi abuelo trató de hacer un pedido. El pobre sentía confusión ante las muchas opciones que había para rellenar el pan.
Le preguntaron:
“¿Cómo lo quiere?”
No supo qué contestar. El empleado comenzó a enumerar los distintos rellenos.
“Rosbif, pollo, jamón, queso, lechuga, tomate, cebolla.”
“¡Ya va! ¡Ya va! ¡Espérate un momento!” protestó mi abuelo ante esa avalancha de embutidos, lácteos y verduras.
Le tomó diez minutos entender cómo se hacía la orden y, finalmente, pidió un Bacon Tatum.
Problema resuelto, pero entonces, apareció otro.
“¿Qué bebida desea?”
De nuevo, mi abuelo quedó desconcertado entre la Coca Cola, el jugo de naranja y el té helado.
El empleado se estaba impacientando.
“¡Ya va! ¡Ya va! ¡Un momento!” se quejaba mi abuelo
Por fin, se decidió por un agua. Parecía que ya no habría más problemas. Tenía su sándwich y su bebida.
Entonces, llegó a la caja.
“¿Lo quiere con combo o sin combo?” le preguntaron con amabilidad
Esta fue la gota que rebasó el vaso. Desesperado y ya molesto, contestó.
“¡¡¡Yo no sé que es combo!!!”
Pobre cajera.
A mi abuelo le gusta la Isla de Margarita. Es uno de los lugares más paradisíacos del caribe, sus playas compiten en belleza con las de Aruba.
Recuerdo una vez en la que mis padres, mi hermana, mis abuelos y yo viajamos juntos a Margarita.
Mis abuelos se encontraban en playa El Yaque, que estaba a reventar de turistas. Todavía nosotros no habíamos llegado.
La playa estaba repleta de mujeres con bikinis bastante reveladores y mi abuelo le echó el ojo a una rubia voluptuosa.
En eso, mis padres y yo llegamos.
Fuimos a saludarlos.
“¿Cómo estás, pa?” preguntó mi padre.
“Aquí, en el Nalgatorio”
Vaya neologismo más ingenioso. Sí que nos reímos.
A veces a mi abuelo le da por hablar en infinitivos, igual que tarzán. Esto lo suele hacer cuando no le entienden lo que dice de buenas a primera.
“Pon el plato.”
“¿Qué dijiste abuelo?”
“Plato poner”
“¿Me traes ese libro?”
“¿Qué cosa?” Respondo yo.
“Libro traer”
A muchas personas, esto les cae antipático. Hay gente que hasta lo detesta. A mí me produce risa.
En ocasiones, su uso de infinitivos era intenso. Una sirvienta, incluso, llegó a pensar que mi abuelo era extranjero y no sabía expresarse en español.
“Tu abuelito si habla raro, mijo” decía Delia.
En los últimos tiempos, no lo hace tanto. Excepto a la hora de la siesta.
Si un día decides llegar a su casa a las seis de la tarde (hora de la siesta) y te presentas en su cama para saludarlo con un beso, no importa que seas su hijo o su nieto, dirá con sueño:
“Desaparecer, desaparecer”
Mi abuelo sabe de muchos temas, y compra libros sobre aquellos que desconoce.
Su biblioteca es enorme y cubre por completo las paredes de dos cuartos de veinticinco metros cuadrados. Es muy diversa y valiosa. Creo que es lo que más atesora en su vida.
Aun así, no se las sabe todas y, a veces, se equivoca.
Una vez, mi madre estaba hablando de vinos y explicó que prefería ponerlos en la nevera para que estuvieran fríos.
“Leni” dijo mi abuelo a mi madre “Los vinos se toman a temperatura ambiente”
“Ay no, señor Carlos” dijo mi mamá.“Eso tan caliente es muy horrible”
“Así lo toman los franceses” contestó mi abuelo en tono de reproche.
Mi mamá, mosqueada por el comentario, replicó.
“A temperatura ambiente de Francia, señor Carlos, no del Caribe”
Touche. Él no dijo más nada. Mi madre tenía razón.
Mi abuelo a veces tiene la manía de regañar a la gente por no usar las palabras adecuadas y exactas.
Recuerdo una reprimenda que le dio a mi pobre madre en torno a esto. Ella charlaba con mi abuela sobre orfebrería pues, mamá es orfebre.
En eso soltó la palabra “Herramienta”
Mi abuelo, que no sabía de qué estaban hablando, preguntó.
“Leni, ¿a qué te refieres con herramienta?”
Mi madre, que lo conocía, se adelantó a un posible sermón por el mal uso del castellano.
“Me refería a segueta, pinzas, lima y martillo señor Carlos” aclaró algo mosqueada.
No se evitó el regaño.
“¡Aaaahh! ¡Muy bien!» contestó mi abuelo “Porque hoy en día, la palabra herramienta la usan para todo. Herramientas sociales. Herramientas psicológicas. Herramientas políticas. Todo menos para lo que fue concebida. Hay una herramentización del lenguaje.”
Mi madre puso los ojos en blanco y aceptó, con estoicismo, ese sermón inmerecido.
“Entiendo, señor Carlos”
Mi hermana, desde pequeña, tiene una relación especial con mi abuelo. Creo que de todos los nietos, ella es la favorita. Esto, me parece, se debe a la inteligencia de mi hermana y a su carácter algo belicoso.
Estábamos en una reunión familiar, donde se encontraban todos mis tíos y primas. Recuerdo que mi abuelo hablaba, apasionado, de política.
Mariana, mi hermana, trataba de decirle algo.
Como era una niña de tan solo ocho años, por supuesto que se le vetó el derecho a participar en una conversación de adultos. Pero no se amilanó e intentó, con insistencia, llamar la atención de su abuelo.
“Belo” decía ella. Este es el apodo con el que Mariana y yo bautizamos a nuestro abuelo.
“¡Belo!” insistía mi pequeña hermana.
“¡¡¡Belo!!!” No lograba que le hicieran caso.
“¡¡¡CARLOS TE ESTOY HABLANDO!!!” gritó la criatura, dejando a su abuelo mudo.
“Carlos” dijo mi abuela Raquel “La niña te está hablando”
Por fin le hicieron caso.
Y eso es lo interesante de la relación entre mi hermana y mi abuelo, a pesar de la diferencia de edad, la toma en serio y ella se hace respetar. Por eso creo que es su favorita.
Mi hermana cuenta que en una ocasión, fue al cine con mis padres y mis abuelos.
Antes de entrar a la sala, mi padre compró refrescos, palomitas de maíz y gomitas dulces.
Durante la función, papá abrió las gomitas, tomó algunas y se las pasó a mi mamá. Ella repitió el proceso y se las pasó a mi hermana. Mariana a su vez, se las pasó a mi abuela Raquel.
Ya iban por el primer tercio de la película, cuando se escuchó en un tono grave y potente.
“¡¡¡¿QUÉ ES ESTO?!!!” Vociferó mi abuelo cuando le pasaron las gomitas.
Todos, incluida Mariana, se sobresaltaron en sus asientos, algo abochornados.
“Shhh” dijo mi abuela “Carlos, no grites, son gomitas”
“¡¡¡No gracias!!!” respondió en un tono un poco más bajo, pero potente.
Mi hermana no pudo evitar reírse cuando me lo contó.
El mejor amigo de mi abuelo, llamado Boris, era un hombre muy carismático y gracioso.
Ambos eran muy distintos en cuanto a carácter, mi abuelo es circunspecto y Boris era de actitud relajada.
Hablo sobre Boris en el pasado porque murió hace unos años.
A Boris le encantaba gastarle bromas a mi abuelo y él, en su tremenda ingenuidad, solía caer.
Mi abuela Raquel cuenta que, cuando iban a salir con Borís, este a veces se presentaba vestido de manera excéntrica para tomarle el pelo a mi abuelo.
Nos dijo que una vez salió con una camisa rosada, con el pecho expuesto y unas cadenas de oro en el cuello.
“¡Ya estoy listo Carlos!” dijo Boris, muy serio.
“¡Boris!” exclamó mi abuelo, atónito.
“¿Que pasa Carlos?”
“No, nada” dijo mi abuelo. “Pero es que a tu edad, no se si sea… adecuado que salgas a la calle así”
“¿Así como Carlos?”
“Bueno,” replicó mi abuelo, con respeto “no sé si deberías abotonar un poco tu camisa. Quizá sería bueno que te pongas una corbata. Y las cadenas.”
“¿No te gustan?”
“No, no es eso, pero creo que son un poco llamativas” y así siguieron por un buen rato.
Mi abuela Raquel cuenta que Borís tenía toda una indumentaria que usaba, especialmente, para dejar a mi abuelo pasmado.
Lástima que murió.
Mencioné las playas de Aruba. Esto se debe a que nuestra familia entera (tíos, primos, abuelos) solía ir de vacaciones para allá todos los años.
Es uno de los lugares más hermosos que existen en el planeta y tiene hoteles muy lindos. Nosotros solíamos quedarnos en el Aruba Grand.
Lo mejor del hotel eran las piscinas. Grandes, con fuentes, waterpolo y hasta había un jacuzzi con burbujas.
Lo malo, era que en esa zona también estaban ubicadas las cornetas y la música sonaba a todo volumen.
Siempre ponían reggaeton o salsa, desde las nueve de la mañana hasta las siete de la noche, y podías oírlo en las habitaciones contiguas a la piscina.
El cuarto de mi abuelo daba hacia la piscina.
Como dije, él hacía la siesta a las seis de la tarde, pero la música duraba hasta las siete.
Un día, poco antes de la hora de la siesta, mi abuelo se acercó al chico que manejaba las cornetas y le dio una propina de veinte dólares.
Entonces dijo:
“Siesta, no fiesta”
A partir de ese momento, el estruendo se hizo soportable desde las seis.
Años después, el chico de la propina reconoció a mi abuelo en las calles del centro de Aruba y lo llamó para saludarlo. ¿Saben lo que dijo para llamar su atención?
“ ¡Señor! ¡Siesta, no fiesta!”
Mi abuelo. Todo un personaje ingenioso y peculiar. Impactando la vida de las personas con sus ocurrencias.
Hoy, a sus noventa años, se dedica más a la lectura y a descansar que a otra cosa. Pero, de vez en cuando, sale con una de las suyas. Es divertido.
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