¿Historia de amor?

¿Historia de amor?

Viviana

28/03/2021

¿HISTORIA DE AMOR?

Esta historia que voy a contar tiene que ver con las historias que quedan guardadas debajo de las alfombras en la mayoría de las familias.

Viví, por muchos años en un pueblito, de esos perdidos en la frontera entre provincias, lejos de la capital, pero cerca, cerquita de otros pueblos chiquitos como ese. ¿Por qué digo esto? Porque significa pertenecer a una gran, pero gran familia. Es decir donde todos nos conocíamos y siempre terminabas siendo medio pariente alguien. Los jóvenes se casaban, se juntaban o se “emparejaban” con los de la otra localidad, por lo que allí también terminabas conociendo o por lo menos sabiendo de la vida de todos. Donde “ser bueno” es tener una vida rutinaria, sin alejarte demasiado de los mandatos sociales ni de las ideas de tus abuelos o tus padres. Yo, era del tipo de “chicas buenitas”, dócil, callada, estudiosa…, pero, internamente, siempre fui un poco renegada, nunca estaba de acuerdo con algunos moldes. No sé si fue como una venganza contra mi madre que estuvo siempre atenta al “qué dirán” o porque ser considerada una “chica buena”, me molestaba porque eso significaba, para mí, ser insulsa, es decir, que todo el mundo sabía lo que haría, y siempre era lo correcto. Estudiar, trabajar, tener un “buen novio”, casarte, tener y criar a los hijos, y si podías, hacer lo que más te gustara, repito, era lo ideal.

-¡¡Qué chica buena!!- un comentario común entre las chusmas del pueblo, como si ser “mala” y llevar una vida de amigos, bailes y libertad te hubiera condenado a un infierno o quién sabe qué.

Así, terminé casada con el “buen chico”, con quien tuvimos, no sólo buenos y lindos hijos, (esto es literal, sin ironías, mis hijos son preciosos !!) a los que crié tratando de que sean libres de voluntad y pensamiento, sino también un amor no perfecto, pero sí lleno de buenos momentos con alegrías compartidas, muchos besos además de abrazos, que me llenaban el alma.

Pero un día, los niños crecieron, me encontré con un matrimonio aburrido, un marido del cual estaba enamorada, pero que, con sus quejas y melancolías permanentes, ligadas a su propia historia, iba lijando la relación, ese amor imperfecto y las ganas de vivir con él una vejez digna. El tiempo libre después de mi trabajo se acrecentó, el bichito del movimiento, el deseo de ganarle al tiempo y a la vida hicieron que comience, de manera constante, a practicar algunos ejercicios, entre ellos, caminatas, más específicamente.

Con el paso de los meses, mi cuerpo estancado se estilizó, a los cuarenta años, era una mujer activa y con aspecto agradable. Nunca me vi muy bella, debe ser por esas cosas que jamás te dice tu marido, ni tu madre, y que a veces, es tan lindo escuchar Pero se ve que otros miraban a esta joven madre, ya que un día charlando con una amiga me comentó:

-Antes de conocerte, te veía pasar con tus hijos, los chiquitos contentos de pasear y vos, tan linda y feliz, te admiraba…. Primera sorpresa para mí.

Hubo más sorpresas. Una tarde de caminata pasó un “muchacho” cuarentón como yo, al que sólo conocía de verlo por las calles de la localidad:

-¡Hola Cari! (Carina es mi nombre y quien no me tiene confianza lo dice completo)

-Qué le pasa a este?- pensé un poco molesta. Aún así, fui amable y contesté:

-Holaaa.

Y pasó…

Con el correr de los días, la escena se repitió, hasta que un día, llegó hasta mí trotando, me acompañó charlando de cosas perdidas, justo en ese tramo donde nunca pasaba nadie. Sin pensar mal, seguí su conversación, de manera relajada y tranquila, sin mucha familiaridad.

Sucedió una vez… dos… tres veces. En una soleada tarde de primavera, con el fondo de muchos patios con sus durazneros florecidos, para mi asombro, insinúo algo que nunca pensé que pasaría. Segunda sorpresa… y en esta parte, dejo correr su imaginación lectora…

-¿Por qué no?- dije para mis adentros.

Y sin dejar de ocultar mi extrañeza, con mi timidez que buscaba deconstruirse, dudé primero y, después de varias súplicas y argumentaciones de modernidad, acepté la propuesta . Nos convertimos en amantes, esa primavera, ese verano y algunas estaciones más. La felicidad y la juventud volvían como en la adolescencia, el aquí y ahora es lo único que importaba.

Nos cruzábamos en las calles del pueblo, a veces de casualidad y otras veces buscándonos, con las miradas nos sonreíamos, los suspiros de pasión se entrecruzaban mientras el cuerpo ardía y programábamos encuentro tras encuentro a través de mensajes de texto o watssapp. Fuimos novios furtivos, amigos con derechos, y lejos del mundo, sin edad y sin historia, amantes fogosos.

Por supuesto, en “pueblo chico, infierno grande”, no podía faltar alguien que nos viera y comentara sobre estas escapadas. Esas palabras, como plumas que se desparraman con el viento, difícilmente se pueden frenar. Por lo que, al finalizar ese año todos murmuraban por lo bajo sobre nuestra aventura, además de otras también. Por el momento, yo me despreocupaba:

-¡Qué hablen los que quieran hablar!- decía mi espíritu renegado. Sin pensar que tendría que arrepentirme de esas palabras tiempo más tarde.

Mientras tanto, pasaba el tiempo, el otoño de la vida, el invierno del matrimonio, los primaverales años de mis retoños pasaron y se transformaron en jóvenes adultos, llenos de sueños y esperanzas que se fueron a estudiar fuera de la localidad.

Una noche, mientras cenábamos con mis hijos, sin su padre, quiero destacar que algo me tomó completamente por sorpresa, que no la vi venir, y que ellos rápidamente se encargaron de denunciar y avisarme, apareció una página de Facebook, relatando todas estas cosillas sobre infidelidades locales y, como no podía ser de otra manera, mi nombre junto al del mencionado “muchacho”. Lo primero que pensé fue en que mi reputación de “chica buena”, era obvio, desaparecía, y con ella el convencimiento que nada me importaba:

-¡Se hizo público!¡qué vergüenza!¡qué papelón!- Grité y patalée para mí misma, con una desesperación que no dejé salir-¿¡Cuándo dejé de ser la madre ejemplar??!!Qué voy a hacer?¿Cómo me verán mis hijos?

¡Menos mal que era viernes! Ese fin de semana fue terrible tenía que ver cómo iba a seguir mi existencia. Traté de darme tiempo para enfriar mi ánimo pero esa noche no dormí: tenía que solucionar estos problemas con la familia, especialmente con mi marido, que aún no había llegado y no quería que se entere por otras personas. Sin lugar a dudas había llegado el momento de la separación que tanto había deseado.

Siempre fui valiente, acepté mis errores, en este caso también. Con una tristeza desconocida y de una vez, sin vueltas, a la mañana le conté a mi esposo lo ocurrido confesando mi gran pecado. No quiero recordar su desilusión y la desazón que la confidencia le generó:

-Vos no, no hiciste eso!!- me imploró.

Su cara cambió el gesto, estaba anonadado, sorprendido, completamente amargado. Ese día casi ni habló, por mi parte, nunca pedí perdón, ni dije más de lo que ya había dicho. No hubo lágrimas, sí nos cubría un manto completamente oscuro, por la noche se retiró al dormitorio donde me pidió, por primera vez, en 30 años, dormir solo. Su integridad, su lealtad, su don de gente, no podían creer el momento que vivíamos. Ninguno de los dos durmió…

Hoy, a la distancia recuerdo que mi corazón quedó quebrado, sentí que el mundo se había derrumbado sobre mi alma en un segundo y sin darme cuenta, el dolor en el cuerpo me indicó que había hecho lo correcto, pero mi cerebro teñido de negro no me dejaba en paz. Tampoco pensé vivir circunstancias tan difíciles.

El domingo pudimos estar solos, charlamos, por primera vez, como una pareja en problemas. En ese instante sí lloramos, pensé que me iba a dejar ir, que yo también tomaría la determinación, pero no fue así. Su pena, me pudo, estábamos con el espíritu deshilachado de tanta tristeza, no logramos despedirnos, apostamos el último céntimo al amor. Finalmente, creo que eso me salvó, me salvó de ir corriendo a la deriva a ningún lado y también de ser juzgada y condenada a muerte por la gente del pueblo.

Con todo lo vivido el fin de semana, el lunes aparecí en el trabajo, como si nada, externamente, me sucediera. Internamente un volcán erupcionaba en mi interior.

Sentí las miradas interrogándome, esperando algún comentario, pero yo… inmutable, con el estómago hecho un nudo. Algunos se alejaron, como si tuviera lepra, otros comentaban por lo bajo, cuando me acercaba, cambiaban de tema. Estoy segura, segurísima que quedaron con ganas de alguna explicación jugosa, que yo ni loca les daría. Más aún porque en poco tiempo, especulé, sí me separaría y seguiría siendo protagonista de los chismes pueblerinos.

Aunque a mí siempre me pasan cosas raras. En esto estaba pensando, cuando de pronto se acercó una compañera, de esas con las que tenía mayor afinidad, y muy, pero muy, en voz baja me dijo:

-¡¡Elogio tu valentía!!! Ella era otra de las chicas buenas del pueblo…

Otra sorpresa más en mi vida.

Como siempre que hay un escandalete en el lugar se habla unas semanas de él, hasta que el próximo acontecimiento digno de ser relatado por todos, lo quita del primer lugar del ranking. La cuestión es que en unas semanas ya nadie comentaba el suceso de la página del Facebook y la comidilla de los romances de ese invierno, se olvidó rápidamente.

Con mis hijos, no volví a tocar el tema, dejé mi habituales caminatas, mi celular cambió de número, no volví a reunirme con amigas, por supuesto tampoco vi más “al otro”(como quedó en llamarse), cada vez que salía iba acompañada. Por esa razón, canalicé mis energías en el estudio y en cuidar a mis nietas que me llenaban de amor y placer. Comenzamos a realizar viajes como un matrimonio unido, pero una luz se había apagado en la mirada, la historia de amor se encontraba truncada mientras la noche invadía la relación quebrada en la confianza.

Un buen día, después de un par de años del suceso, desperté, sentí que mi vejez se adelantaba, que los sueños se apagaban, no podía expresar con palabras mis sentimientos y no importó nada más. Retornó el espíritu renegado.

Era el momento, tomé la decisión. Con un beso y una lágrima me despedí.

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