María del Carmen
contaba con tres años de edad y María Elvira con seis, cuando
fueron llevadas al orfanato. El ingreso, de las dos niñas, se produjo en 1938 como una
costumbre de la época; cuando muchos padres consideraban que el crecimiento, educación y formación no era su responsabilidad sino del Estado, cuya función era hacerlas personas sumisas y de provecho para que sus rendimientos, en todos los campos, generaran riqueza en beneficio de la nación.
En una mañana fría y algo lluviosa, se desplazaron por el todavía existente tranvía de la capital y llegaron a un convento de monjas ubicado en pleno centro de Bogotá,
cercano a la Iglesia de San Agustín, en la esquina donde coinciden
la calle y carrera Séptima. Justo en la parte posterior de la Casa
de Nariño (palacio presidencial), en el sector histórico de la
ciudad de Bogotá.
Recuerdan una especie de castillo con varias
estancias y una alameda o bulevar con árboles tan diversos como:
Cedro, Nogal, Roble Andino, Caucho sabanero… ¡A ellas les parecía
enorme! Los dormitorios estaban distribuidos por edades y convivían
sesenta niñas en cada uno, conformados por unas filas de camarotes o literas y una especie de armarios con espacios demarcados para cada una de las internas. El padre de las niñas, por medio de un
amigo del Partido Conservador, les consiguió el cupo en el
orfelinato; ya era notoria la influencia del clientelismo en la vida diaria para favorecer a determinadas personas y lograr su apoyo. Como una tradición, los políticos y la iglesia se
confabulaban para ejercer el control y el poder sobre las personas,
en una hegemonía que aún subsiste y, por supuesto, nada mejor que
iniciar su dominio con las criaturas más débiles y vulnerables.
María del Carmen estaba
con las más pequeñas y su hermana, María Elvira, con las medianas. La madre María
Dolores y su padre Eliécer nunca se preocuparon por ellas, daba la impresión que las habían regalado, se habían quitado una carga de encima y no les importaba lo que pudiese sucederles. Las dejaron en una casa de acogida de niñas,
que requerían protección, y en la cual se imponía una especie de
régimen militar: levantarse temprano, orar, ducharse, desayunar y
emprender labores que llamaban “hacer oficio”. Prácticamente no
tenían derecho a jugar, hacían algo de deporte de vez en cuando y
ellas preferían el baloncesto. Entre las actividades culturales
Elvira le gustaba el teatro y Carmen prefería el baile. La religión
se basaba en el miedo y la imposición de sus doctrinas, consideraban necesario el castigo para manejar adecuadamente el rebaño y evitar desviaciones pecadoras. Lo más
importante, que era la formación espiritual en un ambiente de amor, se dejaba a los caprichos y criterios
de un sacerdote; el tema en los cuidados de la salud se realizaban con un médico residente.
Cualquier travesura era sancionada y hablar a los mayores, sin pedir
permiso, era considerada una falta de respeto.
Iba a visitarlas cada mes, Rosa María, una medio hermana, por parte de la madre, que tenía unos años más. Era el único ser humano que de verdad se preocupaba por ellas y les brindaba un poco de cariño, su visita era como encontrar un oasis en el desierto que les permitía continuar su largo y tortuoso camino. El amor al prójimo,
brillaba por su ausencia en aquel lugar donde todo se limitaba a obedecer. ¡Duraron allí diez largos y penosos años!
Mis abuelos —María Dolores y Eliécer— tenían un matrimonio
atípico, la abuela se quedó viuda, con una hija y muchas
propiedades. El abuelo —más joven que ella— era un vividor que
vio la oportunidad de tener riqueza sin mucho esfuerzo, la enamoró
y, con el complejo de superioridad que tenía el hombre de aquellos
tiempos, se adueñó del corazón de la abuela, de su cuerpo, de sus
tierras y casi de su mente . El machismo imperante le permitía hacer
cuanto le diera en gana y así fue vendiendo las posesiones de ella, a la vez que
disfrutaba de la vida entre amigos, trago y mujeres. Ella se dejó
envolver por ese ambiente, como cónyuge no tenía voz y mucho menos
derecho a disentir. Él hacía y deshacía a su antojo, la manipulaba
a su manera y tanto ella como la hija Rosa María solo tenían que
obedecer. Vivieron en una población llamada Tausa cuyo topónimo
significa “Tributo de la Cumbre” y que es un municipio del
departamento de Cundinamarca, ubicado en la Provincia de Ubaté. En
sus orígenes estuvo habitado por los indígenas Muiscas, fue fundado
en 1748 y con el correr del tiempo decidieron hacer un pequeño
traslado a la parte baja por el asedio que sufrían de “brujas y
fantasmas” que impedían el sueño de los pobladores. Estaba
ubicado en una colina y hoy en día solo quedan construcciones, casi
todas en mal estado, como la casa municipal, la iglesia, ranchos de
paja y mansiones del lugar. Cada calle, rincón o ruina esconde
historias congeladas por el tiempo y que esperan revivir en la voz de
las nuevas generaciones. Las tierras están asentadas sobre minas de
sal y se dice que uno de los motivos del traslado fue debido al
agrietamiento ocasionado en la plaza principal y hubo temor por
posibles corrimientos de tierra.
En esa población nacieron: Rosa
María, Enrique y María Elvira; luego se trasladaron al 12 de
Octubre, Suba y la Culebrera que eran zonas de Bogotá, la capital. Y allí engendraron a María del Carmen y también a Jaime el menor de la familia.
Elvira cuenta que los misioneros vicentinos “lazaristas”
llegaron a Colombia en 1870 con la idea de formar al clero en la
diócesis de Popayán. De origen francés la Casa Central de Bogotá
se abrió en 1919 como: Hijas de la Caridad “formación espiritual
y actualización doctrinal”. Vestían con hábito largo y de color
negro, con una especie de babero blanco y grande en el pecho, con un
sombrero (toca almidonada alada o cornette) del mismo color. A las
niñas les causaba gracia la especie de alas, en forma de avión, que
llevaban las monjas en la cabeza.
María del Carmen —mi tía—, desde muy pequeña mostró valor, temperamento y una gran rebeldía. Era agresiva, le gustaba
hacer bromas pesadas, su coraje la llevaba a enfrentarse con
cualquiera sin temor a las consecuencias. Les pegaba a las monjas
con una tabla, especialmente en el culo, por lo cual la castigaban
haciendo que se colocara de rodillas un buen tiempo, a veces la
dejaban sin comer o en último extremo tenía que dormir, a la
intemperie, sobre una repisa o tabla durante toda la noche.
María
Elvira —mi madre—, era más obediente y llevadera, por eso no
tardó en ser responsable en su grupo. Aunque estaba en desacuerdo con algunas actuaciones de las monjas y en sus rígidas normas de disciplina, convivencia e incluso espirituales; siempre estaba en la mejor
disposición de acatar las ordenes de sus superiores y, en cuanto le fuera posible, socorría a la hermana tratando de aliviar sus penas con cariño, apoyo y consejos.
Al salir del centro de internamiento volvieron a casa de sus padres. Ellos llevaban
un tiempo viviendo en el barrio Las Ferias, ubicado al noroccidente
de la ciudad, en unos terrenos que habían sido parte de la Hacienda
la Esperanza; no tenían servicio ni de luz, ni alcantarillado y el
servicio de agua les llegaba a través de tubos. Apenas llegaron les
dijeron que debían ponerse a trabajar si querían comer y tener
donde dormir, que ellos no les iban a alcahuetear como lo habían
hecho esas monjas. Fue tal la advertencia que muy pronto se
encontraban como asalariadas a merced de los caprichos de los padres.
Eliécer y María Dolores les pegaban, las reprimían, les quitaban
el salario; ejercían un control inusual sobre ellas. No pensaron que fueran a sentir nostalgia por el sitio que habían dejado atrás, pero todo indicaba que salieron de «Guatemala para entrar en guatepeor» como se decía, cuando paradójicamente por evitar una mala situación se acaba por meter en otra peor. Carmen agobiada
agredió al padre con puñetazos y puntapiés, otra vez les echó agua fría a la madre y al padre al tiempo, los enfrentaba con coraje y arrojo. Todas estas situaciones vividas llevaron a que
tristemente en la familia se le llamara “loca” por lo belicosa…a
los pocos años, las dos Marías, se fueron de casa.
Carmen le gustaba vestir bien,
salir con chicos, bailar… Elvira era un poco más recatada, pero también le agradaba divertirse y
acompañar a su hermana. Las tres Marías se casaron; Elvira y Rosa
tuvieron más estabilidad en el hogar y concibieron varios hijos.
Carmen mantenía en disputas permanentes con el esposo, tuvieron
cinco hijos y al fin se separaron. Después de muchos años de
sufrimientos y desencuentros, se dieron cuenta que sufría de
esquizofrenia. Nosotros de niños le teníamos miedo porque llegaba a
casa y agredía e insultaba a mi madre, hecho que se hizo más frecuente con la muerte de la abuela María Dolores que para ese entonces vivía con nosotros. Los enfrentamientos se sucedían, al igual, con otros
miembros de la familia. Muy tarde empezó a recibir tratamiento para
ese trastorno del neurodesarrollo que la afectaba en su forma de
pensar, sentir y actuar.
María del Carmen sufrió desde niña la
falta de amor de los padres, una enfermedad y la incomprensión de la
familia; probó la dureza de vivir en la calle y parir dos hijos más,
todo esto asociado al desprecio de una sociedad acostumbrada a mirar
para otro lado. Afortunadamente reapareció en su camino Elizabeth
—la hija mayor— para brindarle su apoyo y cariño. Ya de mayor la
ingresaron en una residencia de Bogotá, donde la visitaba
ocasionalmente algún familiar. Un cáncer de útero le invadió el
estómago y murió el 30 de septiembre de 2010, a la edad de 75 años.
María Elvira siempre se refiere a las monjas con improperios y
resentimiento, también lo hace con las instituciones y diferentes
gobiernos que solo han buscado llenar sus bolsillos, fruto de la
corrupción. La valoración de sus padres es si cabe más dura,
mientras considera a Rosa María como una madre. Las dos Marías, que
han subsistido a las adversidades, viven rodeadas del amor de sus
familiares en España y Colombia.
OPINIONES Y COMENTARIOS