«Casi todo ocurrió en Van Dyck»

«Casi todo ocurrió en Van Dyck»

 Quería comenzar mi relato hablando de una madre, tal vez de cualquier madre, seguramente de todas las madres…pero… sólo una frase más tarde,  y ya he comprendido que ese no es mi deseo, ¡no qué va! necesito recordar y escribir a  mi MADRE. 

Hablo y hablaré siempre de una deuda, de una deuda con ella que tengo pendiente, que tendré siempre pendiente a partir de entonces, desde su muerte, desde siempre y para siempre. De una deuda de amor y agradecimiento que no creo poder saldar nunca. La mía, la nuestra es una historia de infancia y de ternura.

Cuando cierro los ojos y miro hacia atrás, veo una pequeña cocina, un minúsculo espacio casi vacío y muy luminoso. Apenas unos cuantos muebles de poca calidad colocados sin muchas pretensiones decorativas: una mesa de patas plegables, cuatro sillas poco fuertes y pucheros humeantes. Lápices negros y de colores, minas de lápiz, tizas para escribir o para dibujar y tizas de sastre de las que usaba mi madre para sus tareas de costura; libros de cuentos, libros de lectura, cuentos de hadas…todos están esparcidos sobre ella. Y  allí es dónde se empieza a construir  el mundo de una niña y el de su hermanita. Allí es dónde nacen sus sueños y sus anhelos, dónde está intacta su esencia aún por descubrir. 

Dos hijas y su madre aparecen sentadas en mi recuerdo, muy entretenidas, muy distintas las tres pero muy juntas. La joven mujer tiene una belleza serena, una belleza sin ruidos. La más pequeña de las niñas es morena, su piel es casi tan oscura como su cabello, sus ojos grandes y brillantes  ocupan casi todo su rostro…La otra, es la mayor, tiene dos largas trenzas rubias. Su piel es blanca, casi transparente, como la de la madre. Las tres comparten sus risas, en un pequeño rincón de una gran ciudad.

Su mundo infantil está poblado de gigantes, de princesas, de enanos, de historias …

       «Había una vez una pequeña duquesa que había nacido en un castillo, hecho y rodeado de hielo. Recibía muchos cuidados, pues era muy amada por su padre, el Gran Duque del bello país congelado. Había también un leñador,  hermoso y joven que habitaba en el bosque… » 

Las dos niñas lloran si la duquesita enferma, a medida que avanza el cuento en boca de su madre, relatado tranquilamente; se divierten y sonríen cuando ella se enamora  y es feliz …

Antes de que la noche llegue y la cocina se haga negra, cansadas de vivir aventuras en lugares lejanos, cambian de actividad. Un puñado de lápices de colores, con puntas rotas, unos; perfectas, otros, una gran hoja de papel blanco aún…todo está preparado. 

Ha llegado el momento de idear algo para dibujar y sorprender. La niña rubia, la mayor, deja volar su pensamiento hasta el infinito, siempre lo hace. Y el dibujo comienza a tomar forma. Mientras fue pequeña, mientras fui pequeña, mi mundo estuvo siempre lleno de imaginación. 

Cada vez, cada noche, la oscuridad sorprendía a las tres , dulcemente, sin que, a penas, se dieran cuenta…Ellas nunca la habrían sentido llegar de no haber sido porque el sueño hacía su presencia.

¡Cuantas historias nos contó mi madre! Hija de un maestro de escuela de la España más profunda, -de aquella a la que Unamuno dedicó relatos, asombrado y sorprendido por su pobreza extrema-, siempre tuvo cerca los libros de su padre.  En las estanterías de su casucha asomaban «San Manuel, Bueno, mártir», «Niebla», «Paz en la guerra», «Los maestros rusos»…y tantos y tantos.

De un pueblo a otro, de una escuela a otra, recorrieron el hombre y su familia  los campos de Zamora. Cuando la esposa enfermaba ella, mi madre, los cuidaba a todos, copiaba los libros que se necesitaban en casa, ayudaba a los niños más pequeños. Creció pues, en la responsabilidad que nunca le habría correspondido. Tal vez todo aquello le dio la serenidad y la paz que tuvo toda su vida.

Cuando la guerra civil estalló en nuestro país, tuvieron que emigrar a otras provincias. Su humanismo, el del maestro que leía poesía,  había confundido a unos cuantos. Una noche serena y fría, el hombre cargó su carro con las pocas pertenencias que tenía, con la mujer y los chavales poco crecidos, hasta otra escuela. No volvieron a ver hasta muchos años después el almendro que le daba sombra en primavera. No pudieron echar raíces en ninguna parte.

Mi abuelo amó tanto la literatura, la geografía, la historia que todos viajaron con los libros hasta dónde el maltrecho carromato no pudo llevarlos. Yo lo conocí cuando ya su cabeza era blanca, cuando le quedaban pocos años para darnos. Pero tenía la misma sonrisa serena que nos regaló mi madre, la misma sabiduría que le habría hecho llegar a lo más alto de no haberle tocado vivir aquella época árida y oscura. 

Los recuerdos que yo tengo de la relación con mi abuelo están siempre en la calle Van Dyck de Salamanca, dónde él vivía. Era un hombre delgado, enjuto, de modesta elegancia, siempre con un libro en la mano. Hablaba poco pero dulcemente. Aquella casa fue siempre él mismo.

Seguramente por la tendencia de la imaginación infantil o quizá por el tamaño desmesurado que tiene todo lo que te rodea, cuando eres pequeño, la terraza me parecía enorme.

El abuelo se  levantaba muy temprano, como si presintiera que el tiempo se le agotaba. Preparaba nuestro desayuno, el mío y el de mi hermana, a base de tocino y pan. Y esperaba, esperaba pacientemente, leyendo, seguramente pensando sobre lo que nos contaría aquel día.

Después de un buen rato en la cocina, como se hacía entonces, salíamos al balcón a jugar. Allí vivimos las mayores aventuras que se puedan imaginar. Nuestro abuelo con nosotras, con las historias narradas en cuentos y leyendas, aquellas que también leíamos con mi madre al vaporcillo del puchero.

Recuerdo mirar entre los barrotes. Muy lejos había un lugar, un bar, en el que, con la seguridad de mi mente aventurera, debían ocurrir cosas insólitas. Entraban y salían hombres y mujeres, ¡Quién sabe qué ocurriría allí! Si era así,  si fue así,  yo jamás llegué a saberlo.

Cuando al cabo de algunos años, pocos por cierto, yo contaba ocho ni más ni menos, decidieron que era el momento de que yo comulgara, de nuevo volví. Porque yo nunca viví en Salamanca pero las cosas más importantes de mi infancia, por unas razones u otras, siempre ocurrieron en la calle V. Dyck.

No creo que nadie haya podido ser más feliz. Durante días compartí momentos increíbles con mi abuelo. El vestido principesco que me compraron fue mi hábito diario durante una semana. Fui Duquesa resfriada, Cenicienta, Blancanieves…jugando con él.

Poco tiempo después, mis padres desaparecieron unos días para ir a enterrarlo. Nunca adiviné que estuviera mal, nunca pensé que pudiera estar enfermo, nunca lo oí quejar y nunca volví a verlo. De esta manera tan fugaz disfruté de él.

Todo cambió para mí. Me faltaron, durante un tiempo largo, también los relatos de mi madre. La tristeza invadió nuestra casa por unos meses. No preguntábamos qué ocurría porque seguramente no cabía en la mente de una niña relacionar unos hechos con otros. Sólo encontrábamos silencio, mucho silencio y oscuridad.

Llegaron veranos calurosos en los que pasaba los meses más tórridos fuera del pequeño rincón de nuestra cocina. Me enviaban a un pueblo dónde teníamos alguna familia.

Esa fue una etapa de mi vida que se convirtió en una revelación. Pasaba “asalvajada” un largo tiempo al año. Fue el primer y más auténtico contacto con la naturaleza que he tenido nunca. Tuve experiencias que para una niña de ciudad, eran increíbles. Asistí al parto de una gata que dio a luz varios muñecos de peluche, pequeñitos y esponjosos; me bañé en acequias con una rueda de camión a modo de flotador, corrí por el campo con otros niños desbocada…fui muy feliz aún estando fuera de casa y lejos de mis dos compañeras de juegos y lecturas.

De alguna manera inconsciente, de niña, me olvidé de la existencia de mi abuelo; sustituí su presencia e incluso la de mi madre. Pienso que un recurso en mi interior me protegía de algo irremediable y que no deseaba saber.

Nunca le pregunté a ella, nunca pregunté a nadie. El año siguiente volví al pueblo y seguí sin preguntar. Extrañaba la visita a los abuelos pero no dije nada. Seguramente tenía la convicción   de que lo que desconocía no había ocurrido. Después tampoco pregunté y creo que no lo hice jamás.

Volvía de mi exilio
cambiada, crecida. Cada regreso era más alta, menos niña y más mujer. Se podría haber seguido mi evolución de verano en verano.

Uno de aquellos, púber, conocí a mi primer amor, un muchachito de una de las familias más poderosas y adineradas de Extremadura. En aquellos tiempos de caciques era muy interesante pertenecer al grupo con más posibilidades de la zona. De vez en cuando organizaban fiestas, comilonas y jarana y yo me divertía como una loca.

En tiempos de muchas limitaciones sociales, pasear a la luz de la luna por la carretera que salía del pueblo, de la mano del chico que te gustaba, era excitante. También lo fue el primer beso al abrigo de las miradas curiosas desde las ventanas y entre las cortinas.

Al empezar el otoño, volvía a casa con la promesa de cartearnos hasta el aburrimiento. Cada dos o tres días llegaba una misiva de Antonio escrita ilegiblemente, tanto que parecía otro idioma.

Aquel amor sucumbió al cabo de dos veranos. Volví a verlo pasados unos años y ya no quedaba nada del que conocí. Ni un rasgo, ni un gesto pude encontrar en su cara, ni en él.

De la pérdida de mi abuelo, mi madre había vuelto lentamente. Tampoco ella había dado explicaciones, solo un “el abuelo se fue”, sin más detalles. Nunca comprendí que aquella figura desapareciera de mi vida tan velozmente, tan de repente, sin darme tiempo a crecer y a aprender de él.

Esperando que sus hijas crecieran la vida de mi madre se fue apagando también, sin ruido, con serenidad, como había sido su existencia. Nos dejó, los dos nos dejaron, su mejor legado, el amor por la poesía, por los libros, por el color, a escribir, a la pintura… Fueron existencias vividas con armonía, dejándonos a mi hermana y a mí la oportunidad de disfrutar de la mejor de las herencias. GRACIAS MADRE Y GRACIAS A TI TAMBIÉN, ABUELO.

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