– Triunfito, para mí – dijo Mireya, con expresión juguetona, mientras se llevaba el tres de bastos de su abuelo.
– Claro, te han ido todas las buenas, igual que en la partida de antes.
– Siempre la misma excusa. ¡En la partida de antes has robado el caballo, el tres y el as de triunfos! – Ella se echó a reír.
El abuelo miró a su nieta con cara pícara, consciente de su mentira. Cuando hubieron acabado las diez partidas que habían acordado, Mireya observó a su abuelo guardar la baraja de naipes en la fundita de cuero marrón que la había contenido desde siempre. Era una cartera que se abría en dos como un libro y cada parte podía acoger más o menos la mitad de la baraja. Fiel a su costumbre, el abuelo fue a guardarla en el cajón inferior del mueble del salón.
El viernes de la semana siguiente, Mireya se sentó al volante del coche y antes de arrancar llamó a su abuelo.
– ¿Sí?
– Abuelo, soy yo. Hoy llegaré más tarde, hemos salido con bastante retraso de la universidad. Nos han hecho un examen inesperado y no me ha salido nada bien. En fin, llegaré para las ocho.
– Bueno, aquí estaré.
Como cada viernes, Mireya volvía de la universidad a casa de sus padres, en su pueblo natal, no sin antes detenerse a jugar a la brisca con su abuelo Honorio. Esto se había convertido en un ritual desde hacía tres años, cuando se había mudado a Madrid para sus estudios de arquitectura. Desde que era una niña habían jugado juntos a la brisca en las reuniones familiares, pero desde que se había marchado del pueblo, los dos disfrutaban especialmente de estos momentos la tarde de los viernes, pues más allá del juego se contaban sus confidencias. Más bien, ella compartía algunos secretillos y él la escuchaba atentamente. Mireya, sonrojándose, le contaba algún que otro ligue y le hacía jurar que no lo revelaría a sus padres. Honorio decía que sí con una sonrisa en los labios y seguían jugando a la brisca. Mireya sentía que su abuelo apreciaba aquellos ratos como también ella los amaba. Aparte de la comida dominical que hacía en casa de su hijo y de su nuera, sus padres, ella no creía que el abuelo tuviera mucho contacto social. Sí que tenía algún amigo, el Carmelo y el Pepe, con quienes paseaba por la ribera de vez en cuando. Pero de todas formas el abuelo siempre había sido algo solitario sin importarle demasiado. Cuidaba de sus tomates y de sus cardos y dibujaba. Eso sí, el abuelo era un gran dibujante, aunque con su pulso cada vez más tembloroso su estilo iba cambiando de manera inquietante. Mireya se sentía especial por procurarle aquellas tardes de viernes, añadiendo jugo a las monótonas semanas de su abuelo.
– Abuelo, pero qué haces.
– ¿Qué pasa?
– Acabas de echar el siete de triunfos. ¿No has visto que lo podías haber cambiado por el caballo?
Honorio se quedó desilusionado.
– Ay, no me he dado cuenta, estoy despistado. No pasa nada. Seguimos y tú cuéntame lo del examen ese.
Ese día no echaron diez sino seis partidas porque Mireya había llegado más tarde de lo habitual.
El jueves siguiente Mireya salió de la universidad y se apresuró al coche, donde ya había cargado la maleta para el fin de semana porque no quería demorarse. Si no, tendría que lidiar con bastante atasco para salir de Madrid en vísperas de un fin de semana largo; el día siguiente, viernes, era 1 de mayo. Durante el trayecto se le ocurrió pasar a ver al abuelo, aunque no lo habían previsto. Seguramente estaría en casa a la hora a la que ella llegaría al pueblo. Aparcó en la zona de estacionamiento público a escasos cinco minutos de la casa de su abuelo. Al llegar frente a la casa, abrió la portezuela de la valla de metal forjado que la cercaba. Descendió los cuatro escalones hacia la puerta de entrada y reparó en los tiestos que había por el suelo. Desde el pasado otoño solía ser de noche cuando visitaba a su abuelo y apenas se había fijado en los pensamientos que habían florecido en invierno y que aún se mantenían tan vivos. Había llovido; aún chorreaba el tejado y la luz de la tarde era casi dorada. Tocó en la puerta con los nudillos el característico ritmo que usaba para que el abuelo la reconociera al momento. Un goterón le cayó en la ceja. Al no oír movimiento adentro, volvió a realizar su peculiar llamada. Nada.
– ¡Abuelo!
Miró el reloj, las cuatro y diez. ¿Quizás estaba durmiendo la siesta? Era cierto que el abuelo tenía un dormir bastante profundo. Se asomó por la ventana del salón, a la derecha de la puerta, pero las cortinas estaban cerradas y no veía el interior. Se acercó a la ventana de la cocina, todo estaba en orden. Miró detrás, hacia la calle que estaba un poquito por encima de sus ojos. Algunas personas pasaban y la miraban. Reconoció a una vecina.
– Buenos días, Mari.
– Qué tal, a ver al abuelo, ¿eh?
La mujer continuó sin detener el paso.
– ¡Abuelo Honorio! – aumentó el volumen de la voz y golpeó con fuerza la puerta.
Ante la falta de respuesta comenzó a preocuparse. Caminó en torno a la casa, tampoco estaba en el pequeño huerto. Era muy improbable que hubiera salido. Llamó a su padre por teléfono. Él tampoco sabía dónde podía estar el abuelo, estaría dando un paseo o en el súper. Le dijo que su madre y él acababan de terminar de comer y que le guardaban una porción de tarta de manzana. Mireya colgó enfadada, parecía ser la única que se percataba de lo que podía suponer que el abuelo, de ochenta y ocho años, no respondiera en casa a una hora a la que nadie sale a la calle en un pueblo perdido de Ávila, al poco de caer una tormenta. Entonces se acordó de que su abuelo tenía un móvil desde las navidades pasadas. Marcó su número e inmediatamente oyó el politono en el interior de la casa. Simultáneamente, unas voces sonaron detrás. A través de la valla vio a su abuelo acercarse; el brazo de una señora colgaba del de su abuelo mientras ambos caminaban a la par. Solo cuando el abuelo se dispuso a abrir la portezuela de la valla se percató de la presencia de Mireya. Ésta miró a la señora, una anciana muy bien peinada, con un abrigo de piel marrón y unos grandes pendientes de oro. Iba pintarrajeada. El abuelo se soltó de la señora con rapidez.
– Abuelo, hola – Mireya no sabía qué decir. ¿Era esta señora una querida del abuelo? -. Nada, que venía a jugar a la brisca.
– Hoy es jueves.
– Sí, hoy es jueves. Me he preocupado porque no respondías.
– Solo he salido a comer.
– Claro, no hay problema. Ya jugaremos otro rato – Mireya se apresuraba a coger su bolso que estaba por el suelo. Al levantar la vista se fijó en que la señora llevaba tacones.
– Puedes quedarte y tomamos el café todos juntos, Mireya – habló la señora – Y después jugáis a la brisca.
– He perdido la baraja –añadió el abuelo.
– ¿Cómo has podido perder la baraja? Siempre está en el mismo cajón del mismo mueble, y solo la sacas los viernes cuando vengo. No me lo creo.
– También juega a la brisca conmigo – añadió la señora.
Todos se quedaron en silencio. A lo lejos, Mireya vio un relámpago de la tormenta que se alejaba. Se sentía confusa.
– Me voy. Yo tengo que comer tarta de manzana – dijo con voz chillona.
Cuando Mireya subió los escalones se encontró a la altura de su abuelo y la señora tan maquillada. El espacio para atravesar la portezuela era tan estrecho con ellos dos pegados al hueco que Mireya pisó a la señora, la cual gimió y Mireya salió corriendo mascullando una disculpa.
Estaba furiosa. Su abuelo, con esa señora con pieles y tacones y los labios rosas… Y que había perdido la baraja, qué sandez. Al llegar a casa de sus padres estaba que explotaba y se refugió en su habitación. Su abuelo, un viudo octogenario. ¿Cuándo había muerto la abuela? No era de recibo. Abrió la puerta de la habitación y preguntó gritando:
– Papá, ¿cuándo murió la abuela Josefina?
– La abuela murió hace seis años ya, ¿por qué preguntas?
Mireya cerró la puerta. Hacía seis años, ¿y ya estaba andando con otras señoras? Su abuelo, ese anciano que ella imaginaba con un pie en la tumba. A quien ella trataba de endulzar sus últimos años mimándole y dejándole ganar a la brisca de cuando en cuando. Seguro que esos labios rosas de la vieja eran más dulzones… ¿Cuántos años tendría, setenta, ochenta? Absurdo. Sonó su móvil. ¡El abuelo! No respondió. Había estado a punto de retrasar su llegada al pueblo para salir con algunos compañeros a tomar unas cañas después de clase. Debería haberlo hecho. De nuevo el teléfono; ignoró la llamada. A la media hora, ¡un mensaje de whatsapp de su abuelo! ¿Desde cuándo tenía y sabía utilizar whatsapp? “Mireya, soy el abu. Encarni es mi novia. Siento haber mentido, no he perdido la baraja, está donde siempre. ¿Puedes venir a jugar esta tarde?” Mireya se quedó pensativa. Esto era surrealista. Se acordó de una amiga suya, había pasado algo parecido en su familia. La abuela se había echado “un amigo”, un señor que había sido cura toda su vida y que a los setenta había decidido colgar el hábito y buscarse una mujer. Mireya pensó que aquello era peor, aunque aún no conocía a esa tal Encarni… “Ahora llego”, le contestó a su abuelo. Él respondió con un emoticono sonriente.
Abuelo y nieta se sentaron en el sofá, mirándose seriamente. La famosa Encarni, que allí seguía, trajo zumo de naranja.
– Pues esta es Encarni. Estoy enamorado de ella.
Mireya se atragantó y el zumo de naranja le salió por la nariz.
– Mireya, soy feliz, me siento joven de nuevo. Encarni me ha enseñado a usar el wasap incluso, ¿has visto? Venga, vamos a jugar a la brisca. Encarni, tú también, los tres juntos.
Honorio barajaba las cartas, Mireya y Encarni se miraban de reojo. A medida que jugaban y hablaban Mireya fue conociendo a esta señora, viuda también. Tuvo la impresión de que ella también dejaba ganar un poco a su abuelo, lo cual hizo que sintiera simpatía por ella. Había sido carnicera. Llegó al pueblo al poco de enviudarse siguiendo a una hija que había encontrado trabajo allí, pero que se había marchado pronto quedándose ella sola. Encarni era cariñosa y ciertamente adorable.
– Abuelo, tienes que contar todo esto a papá.
– Mireya, ni se te ocurra. A lo mejor te crees que yo tengo que dar cuentas a mi hijo de lo que hago o dejo de hacer. Esto se queda entre nosotros. ¿No es cierto, Encarni mía?
Mientras decía esto, el abuelo se estiraba sobre su sillón y se aproximaba a Encarni. Entonces Mireya vio los labios de su abuelo espachurrándose contra el fucsia que decoraba el rostro de la viuda, al mismo tiempo que ésta acariciaba la calva de su abuelo. Mezclado con un cierto rechazo, un sentimiento de ternura emergió en Mireya al presenciar el amor entre aquellos ancianos. A partir de ese momento, era ella quien se convertía en la guardiana de los secretos de su abuelo Honorio.
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