Creo que yo no tengo Parkinson, le he dicho al doctor Osvaldo. Las pruebas confirman que sí, me contesta. No me tiemblan las manos. Lo que estoy es viejo, como cualquiera con 85 años. Más pastillas para la colección y debo procurar escribir un poco todos los días, para mantener el pulso. Con esto inicio la práctica con el cuaderno de rayas que me ha dado.
Fui maestro y eso te ocupa 24 horas al día, por lo que siempre me veía obligado a algo. Ahora todo el mundo me da lecciones y yo ya no tengo fuerzas para discutir. Simplemente obedezco a estos jóvenes con uniformes azules que te colocan en un sitio o en otro con esa voz cantarina que solo nos dirigen a los viejos, como si fuéramos imbéciles. Escribir me hace bien. Me paso la mañana pensando qué escribiré por la tarde.
En la mesa somos 7. Remedios vegeta todo el tiempo; raramente abre los ojos para ver el televisor hasta que consume sus pocas ganas de estar en el mundo de los vivos. Carmen y Dulce solo hablan entre ellas; juegan a las cartas o cuchichean sin permitir que los demás participemos. Pedro es una miseria física; tiembla, se queja y con la boca torcida dice constantemente que no quiere seguir viviendo. Laura habla muy alto; va siempre muy pintada y se ríe de los demás como una especie de diva desubicada. Jaime, mi compañero de habitación, fue albañil y me cuenta siempre las mismas historias de las obras y de su pueblo. Tiene ELA y es insoportable. Yo soy el único que no tiene silla de ruedas.
Nunca pasa nada y por eso escribo lo que se me ocurre. Estoy en la segunda planta, la de los que no pueden moverse, pero yo aún puedo andar. Me sujeto a la barra que hay junto a la pared y puedo llegar hasta la habitación para ir al servicio. No falta la señorita que me dice, ten cuidado, no te caigas Genaro, con ese tono de vender sardinas. Soy el atleta del grupo. Cuando consigo incorporarme para andar Jaime siempre me suelta, ten cuidado que si te caes, todo se acabó. Y yo le contesto, si me caigo no me enterréis, no obstante, si aún respiro.
Hoy hace tres meses que Diego me trajo. Papá, tú ya no puedes vivir solo, me dijo aquel día, sentados en mi sofá de casa mientras el sol de la terraza entraba a raudales. ¿Qué habrá hecho con los geranios? Desde entonces ha venido dos veces, aunque me llama todas las semanas. Me compró un móvil con los números muy grandes. Cuando suena me pongo nervioso y le doy al botón que no es. Al llegar, me entrevisté con un sicólogo, un joven que me hizo preguntas de parvulito. Aun así, respondí mal una: no supe qué día era. Enseguida me pusieron el mismo pañal que le ponen a todos y me subieron a la habitación de dos camas, junto a Jaime.
Conozco bien a Diego. Es lo único que tengo ya en el mundo. Mi nuera no me soporta y yo no la soporto a ella. Los padres somos para los hijos la imagen de aquello en lo que pueden convertirse. Por eso pasan por una edad en la que procuran apartarse lo más posible. Sin embargo, las circunstancias de la vida son similares para todos y, por eso, finalmente devenimos en versiones bastante parecidas a nuestros padres, aunque suele ser demasiado tarde para reconocérselo.
Algunas de las señoritas son unas brujas. No sé qué educación han tenido. Cuando entran en la habitación, ya estamos despiertos. Jaime me dice, ya viene la sargento de caballería. Nos arrebatan de la cama. Nos desnudan, sin esperar a que podamos hacerlo nosotros. Nos quitan los pañales, sin ahorrarse insultos denigrantes. Nos pegan manguerazos en la ducha tras frotarnos por todas partes, como si lavaran su coche. Somos su rutina y no consienten ningún retraso. Son desconsideradas hasta la humillación. ¡Es que no ven que somos seres humanos! No, no lo ven. Realmente no le importa a nadie.
El recuerdo es nuestro último refugio. Las pocas conversaciones se centran en repetir cosas de nuestro pasado. El futuro no existe. Nuestros méritos son las enfermedades, las pastillas, lo mal que nos encontramos. Por eso, al poco tiempo perdemos interés por los demás. He colocado los mismos ladrillos de Jaime día y noche durante las últimas semanas. He conocido a su difunta esposa y sus manías. Lo único bueno es su sonrisa. Ánimo Génaro, esto está chupado, me dice, como si hubiera parado la hormigonera para beber del botijo de la obra.
Tras cuarenta y dos años enseñando a niños, no los echo de menos. Es muy duro. Era una estación en el camino de un tren al que le quedaba aún mucho recorrido. La mayoría fueron de paso por mi vida, descubrieron las mismas cosas y se sintieron igual de especiales al hacerlo que el resto de los de su edad. Es solo que ellos no lo sabían. Para mí también hay una enseñanza; todos tenemos algo digno de ser descubierto a nada que te fijes y profundices. Cada niño era una oportunidad, aunque todos son llevados por el mismo cauce. Cuando miro a mis compañeros de mesa me pregunto si aún hay ahí algo de esa materia potencial.
Hoy me he caído. Mi cuerpo se inclina hacia adelante más de lo que quiero y cuando estaba sujeto a la barandilla para ir al servicio a la habitación, de pronto, mi pierna se negaba a dar el siguiente paso, mi cuerpo se balanceó y caí. Me han atado a la silla. Yo he protestado, pero mi opinión no vale de nada. Llamaremos a su hijo, me han amenazado. Me duele la cadera.
He hablado con Diego. Me ha regañado por moverme. Dice que es peligroso. Parece que no tengo nada. Pero te lo podías haber roto, me ha contestado. Ha consentido en que no me aten, si soy responsable. El mundo al revés; ese mocoso que lloraba por todo ahora es el que autoriza mis movimientos. Aún hay motor debajo del capó, le he dicho. A las dos horas, me han desatado las señoritas.
Se me ha ocurrido y, por razones que aún no entiendo, ha salido bien. Estábamos los siete adormilados. Solo se oía la televisión; un documental de animales. Y entonces, se lo he propuesto; un concurso para dibujar un elefante. Se han puesto nerviosos, pero no les he dado tiempo a reaccionar. He pedido a las señoritas unas hojas y unas pinturas . Increíble, pero se lo han tomado en serio. Nos hemos pasado media tarde haciendo cada uno su dibujo. ¿Pero quién decidirá quién ha ganado? El doctor Osvaldo, he respondido. Es lo más parecido a una persona razonable con la que hablo aquí y siempre respeta lo que le digo. Cada uno ha hecho un mamarracho de líneas redondas con colores que las desbordan. Solo ha habido uno sorprendente; el de Remedios, que ha salido de su letargo y ha pintado la cabeza de un elefante increíble, de un gran realismo. Cuando han acabado, me he acercado al despacho del doctor; estaba vacío. He dejado los dibujos encima de su mesa. Tiene una foto con dos personas mayores en una ciudad desconocida, probablemente de Ecuador, su país.
Mis compañeros de mesa no aguantaban más; querían saber quién había sido el ganador del concurso, así que, aprovechando un momento en que las señoritas estaban despistadas, me he acercado hasta el despacho del doctor Osvaldo. Ha ganado Remedios. ¿Por qué me tiembla la mandíbula doctor? Es normal. Es uno de los síntomas; debes estar tranquilo. Con la medicación todo irá muy despacio. Pero irá. Son sus padres, los de la foto. Viven en Guayaquil. Él está mejor aquí, no quiere regresar, pero cada día habla con ellos.
El optimismo ofrece estímulos para recuperar las fuerzas. ¿Qué hacemos hoy Genaro?, ha preguntado Laura. Y todos me han mirado. Por un momento he pensado en la pizarra de mis días de colegio. Hoy vamos a hablar cada uno de su primer amor. Y toda la mesa ha estallado en murmullos. Ha sido divertido, excitante, triste, sorprendente. Muchas cosas. Hemos exhibido nuestros mejores recuerdos como esas señoronas pasean las joyas por las fiestas.
Cada día hacemos algo; fácil, pero especial. Los de las mesas de nuestro alrededor nos miran con envidia. Empezamos a conocernos más. Ayer por la noche Jaime desde su cama me dijo, gracias.
De pronto, nos dicen que se suspenden las visitas de familiares. Hay una enfermedad sin pastilla que anda buscándonos. Diego me llama, como si yo zarpara en un barco para no volver. Cuídate, por favor papá. Algunas señoritas tienen una mascarilla y guantes y nos dejan la comida sobre la mesa como si fuéramos apestados. Corona virus; viene con apellido, como de buena familia. Al oír su nombre uno tiene una especie de vértigo, como si estuviera conociendo la identidad del asesino que acecha para acabar con su vida.
Hoy el tema ha sido, “nuestro mejor viaje”. Resulta que Pedro, el que peor parece estar de todos, ha vivido en Guatemala y en Bélgica. En ambos países tiene familia, o eso supone. Carmen dice que su mejor viaje fue a Madrid, ¡quién lo diría! En las noticias dan cada día un recuento de muertos. Por eso las señoritas quitan el sonido o cambian de canal.
En algunas mesas empieza a faltar gente. Tenían algún síntoma y están aislados. Parece que no pueden hacerles pruebas. Un gasto inútil. Total, estamos más cerca de la muerte… Todos tenemos miedo.
Se ha rumoreado que al doctor Osvaldo se le ha muerto su padre. Como he podido, me he acercado a su despacho y me lo ha confirmado. Estaba muy triste. Lloraba. Lejos de su casa. Le he dicho, anímese doctor, aquí nos hace mucha falta. Se ha levantado y me ha dado un abrazo. Con esto, su medicina es mejor que la mía, me ha contestado.
Nos han recluido a todos en la habitación. El día interminable, con la ventana que apunta a una calle vacía. De vez en cuando entran unas señoritas que se pegan a la pared, lo más alejadas posible de Jaime y de mí, y nos dejan una bandeja con la comida y las pastillas. Apenas nos hablan. Jaime me dice, no te preocupes Genaro.
Voy perdiendo las ganas de escribir. Es como estar en un túnel sin luz, sin sonido. Jaime ha empezado a sentirse mal. Parece que tiene fiebre. Veo en sus ojos el miedo, el virus más contagioso que existe. Se pasa el día en la cama resoplando. ¿Qué me va a pasar Genaro?, me pregunta. Yo intento tranquilizarle, pero a una distancia. Me extraña que no le hayan llevado a otra habitación. Tiendo a pensar que es porque me dan a mí por infectado.
Jaime delira. Cuando vienen las señoritas les exijo que le lleven a un hospital. He comenzado a gritar y ha venido una doctora distinta. El doctor Osvaldo está enfermo también. Una joven con una diadema de colores con mascarilla. Soy un hombre razonable y sé tratar a la gente, pero también sé cuándo uno tiene que perder los papeles. El hospital está lleno de enfermos; no admiten que llevemos ancianos. Así que eligen; a quién salvar y a quién condenar. Jaime no va a aguantar un día más y si me he tirado toda la vida enseñando lo que hay que hacer, no puedo dejar de hacerlo cuando procede.
Diego me ha llamado. Como para despedirse, lo sé. Te quiero papá. Salí de la Residencia y le pedí ayuda a un policía de madrugada. Jaime murió en la cama de la habitación. Ahora estoy malo yo. Solo insistiendo me han dejado el cuaderno. Mientras pueda, escribiré. Mientras pueda.
Respirar es difícil.
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