Dedicado para mi bisabuela: Edelmira V.
Una joven llena de vida que amaba la vida de campo más que cualquier cosa, así que abandonó la ciudad y su amada familia para entregarse completamente a la vida de campiña. Envejeció en los campos, entre animales de corral, ganado y especialmente, entre una gran variedad de rosas, gardenias, bromelias, geranios, orquídeas, dalias, crisantemos y dragonarias.
De Edelmira no entenderé ese gran amor que tenía por las espinas, decía con insistencia que eran las joyas de las flores, una flor sin espinas era como un arcoriris sin color, tanta importancia le daba a esos objetos filosos, llegué a pensar que tenía alguna especie de amor por el dolor, esos objetos herían, se clavaban en la carne y desgarraban la carne, para mí siempre fue algo perturbador que una flor tuviera espinas, pero con el tiempo comprendí lo necesarias que son las espinas en la vida.
Edelmira, la vieja, la señora de la casa, a veces seníl, a veces más cuerda que niño recién nacido…
La vieja, así le decíamos, hace tiempo que no le llamabamos por su nombre o por su grado de relación familiar con nosotros. Lo común sería decirle, abuela o madre, pero ella odiaba que le dijeran abuela, decía no estar tan vieja, que los viejos son aquellos sin ganas de marchar por la vida, pero ella seguía teniendo ganas y hambre de vida, mientras eso ocurra, seguía siendo tan joven como cualquiera que va a la escuela, si comparabamos, en ese caso estricto, yo era la abuela y ella era la nieta.
Tiene la costumbre de despertar a las 06h00 e ir directamente hasta el jardín, en ese lugar juega con el perro por unos segundos diciendo ciertas palabras en quechua, yo no le entiendo, pero el perro al parecer es bilingüe, después regresa a la cama y se finge enferma, dice que falta poco para morir, pero sé que toma un par de galletas de chocolate de la alacena, las esconde bajo la almohada y las comparte con el gato, sin embargo dice que morirá para que le den dulces, es como una niña pequeña, cuando la veo, me veo a mi misma en mi época de niña, así es la vida, una especie de idas y venidas frente al espejo.
Ese día le serví el desayuno, pidió té de cereza y un gran rebanada de pastel con mucha crema, después por enésima vez me preguntó mi nombre, para finalmente solicitar como un último favor de mi vida tener en sus manos su baúl.
Cuando regresé la vieja estaba sentada en el umbral, vestía el mismo abrigo púrpura, sus cabellos color ébano resaltaban entre las sombras del salón, tenía los pies en una posición de cruz torcida, amoratados por la ausencia de calzado, las manos repletas de enormes manchas marrones descansando sobre el regazo y esa mirada casi apagada clavada con todo esfuerzo sobre lo que llevaba en mis manos.
- ¡No te lo lleves! ¡Es mi tesoro! ¿Quién eres? ¡Ladrona! ¡Auxilio que me roban! ¡Policía! ¿Sabía usted que mi marido es policía?
- Abuela, soy yo, soy la hija de Alejandra, en la mañana te serví el desayuno, ¿recuerdas? Mírame bien. No te estoy robando nada, este es el baúl que me pediste trajera desde el desván, ¿Lo olvidaste?
- Tú eres esa niñita pequeña, pecosa, que gustaba de trepar árboles, esa que una vez se partió la cabeza por andar corriendo entre las rocas del arrabal. No creo, ella era pequeñita, linda, estaba llena de vida, tú pareces el fantasma viejo de esa niñita. No te creo, estás usurpando el lugar de mi querida nieta, llamaré a la policía ahora mismo.
- Abuela, por favor, te enseñaré algo, mira mis manos, ves todas esas cicatrices, esta es mi marca distintiva, te acuerdas que dijiste; si alguna vez te pierdes por la vida yo te podré encontrar si me dejas tus manos mirar.
- ¡Ema! ¡Eres tú! Ya me acuerdo, tú eres la niñita, si, tú eres, estoy tan contenta de que me visites en este lugar. La gente que vive aquí no me quiere, son hostiles, estrictos y gritones. He pedido dulce de moras y no me han dado, lo vengo pidiendo desde el mes pasado y no me lo traen, también pedí que me dejaran regresar con mi marido, el pobrecito debe extrañarme, hace tiempo que no lo veo, sabes que es un desastre en la cocina, si no regreso pronto temo encontrar nuestra casa convertida en cenizas.
- Tranquila abuela, él no quemará la casa, está ataráxico en ese lugar bonito que tú y el solían visitar, te acuerdas, ese que quedaba en la cima de la montaña, donde crecían esas dragonarias azules ¿Recuerdas?
- Sí, es cierto, debe estar esperándome en ese lugar, tú abuelo era un romántico, así como lo es tu marido, ¿verdad? Dime que es así Ema, recuerda que prometiste encontrar un buen hombre, alguien como tu abuelo, alguien que te haría muy feliz, esa promesa la hiciste ese día que te caíste sobre el rosal, cuando te lastimaste las manos, esas marcas, ¿Te acuerdas?
- Lo recuerdo abuelita, lo recuerdo bien. Pero la promesa, bueno por aquello no me puedo explicar.
- ¿Dónde está él? lo quiero conocer, se parece a tu abuelo, es así de caballeroso y gracioso, recuerda que toda sonrisa aviva el amor.
- No, abuela, él no está aquí, él también está con el abuelo, no olvides que hay gente que gusta mucho de los viajes.
- Es cierto, tú abuelo hizo un viaje. Ahora lo recuerdo, por eso me dejó aquí, pero antes de irse prometió regresar con prontitud, después iríamos juntos a esos lugares que el suele visitar, mientras tanto estoy aquí con gente que no me entiende.
- Mira, he traído el baúl que me pediste, necesitas que te ayudé a buscar algo.
- Sí, quiero que saques el libro que tiene una bonita carátula de rosas por pintar, ese era mi libro, yo estaba haciendo la encuadernación, pero cuando te caíste sobre las rosas dejé de hacerlo, eso fue ayer, hoy debo continuar, pero, cuéntame ¿cómo está tu marido?
Abrí el viejo baúl, una enorme araña salió huyendo entre los pies de la vieja, contuve el grito temeroso en la garganta y proseguí con la faena, encontré un par de fotografías antiguas, gente que no había visto jamás, un par de cartas escritas en una letra preciosa, pero casi ilegible, la humedad había causado que la tinta se corriera, un collar oxidado y casi podrido y finalmente, en las profundidades el libro, tenía la cubierta a medio pintar de un rojo casi extinto, supongo que en sus días fue un color refulgente como la vida de su creadora, pero ahora estaba en las mismas condiciones que la vida empolvada de ella.
Por pura curiosidad abrí el libro, las páginas amarillentas estaban vacías, nada había sido escrito o reportado, nada, ¿qué hace un espécimen de ese estilo guardado con tanto recelo en el viejo baúl de la abuela, a lo mejor tenía intenciones de escribir, pero jamás concreto nada, dejó pasar el tiempo y ahora su acuidad mental impediría cualquier escrito?
La vieja había estado observando mi reacción, se movió violentamente, sostuvo mis manos, me miró fijamente y dijo:
“Recuerdas ese día en el que por ayudarme en el jardín te caíste sobre el rosal, eras tan inteligente que te cubriste el rostro con las manos, pero para levantarte las palmas de tus manos se llevaron la peor parte, llorabas como una recién nacida, había mucha sangre y yo te decía que esa sería la tinta que le daría color a las rosas, que desde ese día ese sería tu rosal, que no debías llorar pues le estabas dando vida. Quiero decirte algo, ese rosal jamás floreció, vivía, reverdecían sus hojas, pero no dio una sola rosa, tú abuelo lo cuidaba mucho, pero no florecía, entonces decidí hacer un diario, así recopilaría los días del rosal, sus avances y retrocesos, después te lo regalaría para que supieras de que va la vida, por eso hice la encuadernación de estas hojas, lo llamaría, las espinas, el rosal y las no rosas…
Ahora dime de tu marido… ¿Se parece a tu abuelo?
¿Qué te decía? Sí, ayer, ya me acuerdo, ayer…
Ema, tú y yo somos parecidas, por eso has sido mi nieta preferida, te gustan las flores a pesar de tu acromatopsia, no distingues sus colores, pero te conformas con sus grises, te puede más imaginar. Te voy a confesar un gran secreto, siempre me viste entre las flores, cuidándolas, quitándoles hierba mala, regando, pero no sabes de mi gran alergia al polen, la oculté para que tu abuelo no me separará de esos colores que tanto amaba, si el hubiera sabido que me hacían daño es probable que estuviéramos de vuelta en la ciudad y eso no lo podía resistir. Sabes, hay dolores que son mejores que otros, se puede escoger, eso lo aprendí de tu abuelo, por eso debo regresar a casa, para compartir con él y así aprender.
A pesar del dolor, proseguí con mis flores, ellas se convirtieron en mis amores y sus espinas en un recordatorio de que todo lo querido tiene una parte amarga, nada es total dulzura, nada.
La vieja soltó mis manos, tomó el libro vacuo, volvió a sentarse en el umbral del salón se retiró la pulsera y la depositó en el suelo. La miré por un segundo, recordé que aquella historia de mis cicatrices no fue tan cierta como ella la contó, es verdad que en el rosal me herí, son ciertas sus palabras asertivas respecto a la sangre y el alimento, pero no es cierto que jamás hubiera florecido, floreció, pero nunca fueron rosas rojas, siempre pálidas, ni blancas, ni rojas, casi rosadas, pero a ese color no llegaban, el abuelo las bautizó como las no rosas, aquellas que llevan tal nombre por sus espinas y cambio su hermosura dotada de color y curvas; mi rosal con espinas y no rosas.
- Niña, acércate, ven y mira, mira, aquí hay una foto de mi casa, tienes que verla.
- Déjame ver.
- Lo ves, ahí está mi casa y la derecha mis flores ¡que preciosidad!
- Abuela… Entiendo.
- Ves, ellas son preciosas, son mi mejor creación, por ellas valió la pena toda vida, toda angustia y todo dolor.
- ¿Dónde están tus flores hija? ¿Dónde está el padre de tus flores, se parece al abuelo?
- No querida, mi tierra se ha secado, no crecerán flores y donde nada crecerá, un padre o protector es innecesario.
- Pero niña, mis flores, no vienen de mi vientre, pero vienen de mi corazón.
La vieja lloró y lloramos, por el espejo que teníamos en cada una de nosotros y al que nunca prestamos atención.
Ella viviendo en su eterno amor; el marido amado y yo el abuelo que jamás conocí. Hoy pregunta por el mismo amor que anhela ver en mi espejo, ese que también no nació.
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