Yo no he nacido para depender de nadie. Necesito volar como estos gorriones que veo entrar y salir de la palmera.
Escucho a mi hija abrir la puerta. Ha venido para pasar el sábado conmigo. Me gusta que se interese por mí, pero a veces me descubro a la defensiva porque estamos en momentos diferentes: ella es rápida como una bala, tiene la fuerza de la juventud y yo cada vez voy más despacio para todo.
Me ha saludado guardando las distancias y se ha sentado en el salón dispuesta a contarme las novedades. ¿Sería capaz de pasar una hora en silencio, observando los movimientos de los pájaros en las ramas de la palmera? Es un hogar para otros habitantes y un refugio para mi soledad, pero… ¿cómo podría describirle a un ciego el color azul del cielo?.
Al acercarme a la cristalera, veo salir del tronco un gorrión. Será la madre para buscar la comida de sus polluelos, bien escondidos entre los huecos. Creo que el macho revolotea vigilante desde las ramas verdes y luminosas. Año tras año se repiten las imágenes de la crianza. Luego vuelan y algunos de ellos quizá regresen al lugar donde nacieron. Imposible saberlo.
–¿Cuánto tardan los polluelos en abandonar el nido? – le pregunto a mi hija que se acerca a mirar poniendo la mano sobre mi hombro.
–No lo sé muy bien, tal vez un mes. Los gorriones no viven muchos años, me dice haciendo una ligera presión sobre mi cuerpo.
–Nosotros tampoco –le contesto mirándola–, pero podemos volar a veces, incluso tocar el cielo con la punta de los dedos.
Esa palmera la plantó mi padre. Creció a partir de una semilla casi sin darnos cuenta y está situada en el patio, como un talismán protector. Es alta y robusta y todos los años la arreglo para que crezca saludable. La veo desde el salón y apenas tengo que dar diez pasos para disfrutar su sombra. Bajo sus ramas, mi padre me leía cuentos que sucedían en espacios de agua y verde y mis hijos empezaron a leer apoyados en su tronco ante la mirada atenta de su padre.
–¿Has visto que bonita está la palmera? Le pregunto a mi hija afirmando
–Es verdad. La tienes preciosa, mamá.
–Ahí están tu abuelo y tu padre. Sus espíritus nos acompañan y nos protegen, le digo afianzando una vez más el derecho a defender mi sitio porque no puedo dejar mi casa, no quiero alejarme de mi palmera, pero desde que empecé la radioterapia mis hijos se han empeñado en que viva con ellos ¡Cómo invadir la vida de otros con lo que cuesta aprender a vivir la propia!
–Mamá, tienes que ponerte la mascarilla. Ya sé que es incómodo, pero no nos vamos a arriesgar, ¿no te parece? – Me dice mi hija alejándose hacia la cocina.
–Ay hija, pero si estamos bien las dos y hay espacio suficiente entre nosotras. Tienes que dejar de ejercer de Directora General. Relájate, por favor, ya voy a abrir la ventana.
–Mamá…Vaya, has vuelto a colgar la ropa en el patio. ¿Es que no puedes dejar de lavar a mano? Hay una lavadora estupenda, no tienes que cargar con la ropa de aquí para allá.
–Pues claro que uso la lavadora, pero hay cosas que merece la pena cuidar un poco más teniendo tiempo como tengo yo y, además, no me supone tanto esfuerzo y al sol huelen diferente.
–Mira que eres cabezota– me dice mientras se asoma desde la cocina. Haz el favor de hacernos caso alguna vez.
–¿Qué tal la semana? –Le pregunto sin aceptar que sea cabezota, aunque es verdad que me he negado a dejarme el pelo blanco, sigo saliendo con mis menguantes amigas al teatro y no voy a evitar los encuentros con mi vecino Aníbal para charlar y tomarnos un espumoso en la terraza de la avenida.
–Agotadora. Tengo mucho trabajo, mucha presión –se lamenta mi hija como siempre.
–¡Cuánto lo siento, hija! Por muy larga que sea la noche siempre hay un amanecer, le digo. Es una especie de mantra que me recito a mi misma cuando me siento estresada o abatida, como me pasó hace ya diez años.
Entonces enterré a mi marido con sus cosas: sus gafas doradas, su reloj y el mejor traje que tenía con la corbata a juego. También le puse en uno de los bolsillos la foto de su madre y la foto familiar conmigo y con nuestros tres hijos en la playa, donde disfrutaba de largos paseos, baños estimulantes y horas ociosas sentado al sol del atardecer si no había alguna representación teatral en la cartelera. Nunca quiso ceder ante su corazón enfermo y se negó el derecho de ser viejo.
Tuve que aprender a vivir sola y a envejecer.En alguna ocasión he agradecido el ruido monótono de la nevera por las noches o la charla intrascendente sobre descuentos y compras de la vecina que antes evitaba. Ya no soy la misma mujer. Como dicen en los textos de autoayuda, me he “reinventado”.
–Voy a preparar un guisado de carne. ¿Te apetece? – Me pregunta mi hija
–Mucho. Te salen fenomenal, le animo.
He crecido mucho en estos años, pero cuando mi vida se me aparece como un monumento olvidado y caído en desgracia, cuando me siento mal en mi piel, en mi ropa, en mis zapatos y en mi propia casa, abro el álbum de las fotos de mis hijos en sus primeros años y entonces consigo que se me aparezcan con nitidez corriendo por el parque o dibujando corazones para entregármelos el día de la madre. Todavía conservo alguno en el cajón de mi escritorio.
Esa etapa la recuerdo como de plenitud, pero aquella sensación ha desaparecido porque me siento vieja, por más que repita que mi corazón no envejece. Definitivamente, no me gustaría vivir con mis hijos. Hay un nivel de impaciencia y exigencia en los jóvenes que me deprime y lo que me preocupa ahora es cómo conseguir que acepten de buena gana mis deseos. ¡Cualquiera convence a la Directora General! Con mis hijos será más fácil. A ninguna nuera le gusta tener en casa a su suegra.
Me acerco a la cocina para charlar con ella mientras prepara la comida, agradecida de tenerla en mi territorio.
–He leído que, en algunos sitios de Asia, para capturar a los monos utilizan una trampa muy ingeniosa. Ponen una caja de madera o una calabaza hueca en un árbol y le hacen un estrecho orificio circular que permite que el mono se acerque para coger un suculento alimento colocado en el interior. Solo hay que esperar a que el mono meta la mano y se esfuerce en sacar su tesoro, algo complicado cuando se empeña en cerrar el puño. En ese momento salen los cazadores que están escondidos cerca del árbol y lo atrapan.
Mi pobre hija me mira asombrada, seguro que piensa que empiezo a estar senil.
–¡Pobres monos! Tienen que soltar esa comida peligrosa–, me contesta riendo mientras deja caer una patata en la encimera, como si fuera el animal de la historia.
–Creo que no saben hacerlo, es que ¡hay que soltar tantas cosas! Tu tienes que soltar algo de tu presión en el trabajo, delegar más.
–Es imposible. Me cuesta desconectar y también cargo con algún que otro disgusto, no te creas. Ayer mismo, tuve una bronca con mi marido–, me confesó algo tristona.
–No te lamentes, suelta algo, lo que sea. Y trata de hacer las paces, que el tiempo vuela. Mira mis vecinos, de vez en cuando tienen una buena bronca, ella llora desconsoladamente y luego se reconcilian y son felices de nuevo. Todo son vaivenes, curvas, altibajos y escenas sublimes.
–¿En serio tu vecina llora? ¿La escuchas? – me preguntó muy interesada.
–Las paredes de estas casas son de papel, le respondo mientras pelo una patata.
–¿Qué les pasa? ¿No será maltrato? ¿y no estás preocupada? – me miraba de reojo.
–No hija, son cosas de pareja. Siempre hay un motivo para enfadarse. Son así.
–¿Escuchas todas las conversaciones?, me preguntó inmóvil, contemplándome. En todo el tiempo que he vivido aquí nunca me di cuenta de que estuviera tan mal aislada. Yo no escuchaba nada.
–Bueno, no es que pararas mucho en casa. No te veíamos el pelo.
–¿Y qué les pasa?
–¿Qué les va a pasar? ¿Es que tu nunca has reñido con tu marido? ¿no habéis discutido en voz alta ninguna vez? Pues tu padre y yo teníamos unas buenas broncas.
–Ya, ¡menudo carácter! Recuerdo que en una ocasión le tiraste la plancha a la cabeza.
–Es verdad. Tu estabas con tosferina y él tan tranquilo viendo el partido. Le pedí varias veces que fuera a la farmacia mientras planchaba las sábanas, pero se hacía el sordo y yo estaba preocupada y bastante nerviosa.
–Ya te vale, mamá. No se me olvida la imagen del lanzamiento. Fue un alivio que no le alcanzaras.
–Bueno, le contesté sonriendo sorprendida de que se acordara. –Esta chica a cualquier comentario del marido se pone a llorar. El se cansa de escucharla y se marcha, porque se oye un portazo y luego, poco a poco, ella se calma. No se oyen golpes, sencillamente es una ñoña. Además, hazme caso, que las mujeres conocemos toda clase de llantos, sabemos todo lo que hay que saber sobre lo que significa derrumbarse, desahogarse, disimular o influir. Nunca he llorado como lo hace ella.
–Mamá, a ti te salían unas ronchas enormes en el cuello que daban miedo. Hubiera sido mejor que lloraras, ¿no te parece? Y no me digas que no estás preocupada por la vecina ¿Y si hay maltrato psicológico?
–Pero qué cosas dices hija. Ellos son así, luego se les pasa, se acuestan y están contentos, incluso los he escuchado bailar. Te digo que son cosas de pareja. No tienes por qué preocuparte.
–Y… ¿Los has escuchado en la cama? – Mi hija dejó de cortar las patatas para mirarme con atención.
–Alguna vez, en el salón. ¡Es tan divertido!, dije riendo mientras la miraba.
–¡Mamá! –levantó la voz como para reñirme otra vez— Tendrías que venirte a casa. Estarías más tranquila, no los escucharías.
–¡No te hagas la nueva, hija! Seguro que a ti te pasa algo parecido de vez en cuando y, ¿a que son estupendas las reconciliaciones? Eso tienes que hacer, las paces con amor, señora directora general.
–Vente a casa, mamá. Allí estarás bien.
–¿Me dejarás asistir a vuestros espectáculos? ¿No?, pues no hay trato, le dije riendo muy divertida ante la cara encendida de mi querida hija.
–Está bien, ¿Qué te parece si protegemos esa pared poniendo algún tipo de panel que te evite escuchar esos numeritos?
–Ni hablar. Me gusta este teatro que se representa al otro lado. Es la vida. Y, además, este hombre pone muy buena música, clásica o de orquestas, la que a mí me gusta.
Me estuve riendo un buen rato con la aprensión de mi hija. Me pareció todo muy tierno y ese día lo pasamos las dos muy bien. Por una vez no fui yo el centro de sus preocupaciones y para poner el broche de oro al sábado, comimos un guiso de ternera espectacular.
Después de la siesta, que disfruté viendo cómo mi agotada niña descansaba en el sofá, salimos un rato al patio, charlamos sin mascarillas bajo la palmera, escuchamos el trajín de los alegres y felices gorriones, esos espíritus del hogar acogedor y hospitalario que he procurado tener y saboreamos los momentos que algún día tejerán sus recuerdos.
Estoy decidida a no abandonar esta casa hasta transformarme en un pájaro que vuele de la tierra al cielo para observar la vida donde quiera que esté. Por ahora, he ganado una semana más.
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