Abro la puerta de mi memoria y pienso que desde mi más tierna infancia, siempre he convivido con personas mayores. El reloj marcó vuestras horas, como ahora y sin piedad marca las mías. Estas horas que son la antesala de la espera, nos van entrando y yo ya me encuentro en la salida.
Mi recuerdo es lluvia empapando mi morada junto a ocho vecinos. Entonces, era yo la única en la vecindad que estaba entrando en el pasillo, el resto, estaban saliendo.
Esa niña era muy parlanchina, disfrutaba relacionándose con sus vecinos por quienes sentía una gran admiración.
La remembranza de su abuelo con quien vivía era, la de un señor bien plantado, con unos bigotes muy blancos y acaracolados por las esquinas, haciendo juego con su cabellera. Sin embargo, sus palabras eran bastante escasas para aquella niña charlatana que no cesaba de hacerle preguntas.
Muy cerca de su casa vivía la familia de Demetría, su ama, y allí rodeado por sus numerosos hijos residía su otro abuelo Gabriel. También él tenía un bigote plateado, pero era un bigote muy sencillo así como su persona. A diferencia del abuelo Tomás, no lo sé si por ser padre de mi ama, era muy cariñoso y niñero, con un corazón de oro. Estas cualidades hacían que sus hijos lo adorasen. Con sus setenta años, lo añoro trabajando en el taller de tonelería, un trabajo muy duro para una persona de edad.
Los ocho vecinos que componían la vecindad, estaban todos saliendo de la sala de espera.
Doña Leona, con las señoritas Rosalía y Pilar, habitaban el tercer piso de la casa. Doña Leona, la mayor, rondaría entonces los noventa y cinco años y había sido la criada de las dos hermanas, cuando antes de estallar la guerra civil, éstas habitaban en un palacete con amplios jardines en el mismo Paseo de San Francisco. «El palacio de Lasquibar». Como la familia era de inclinación nacionalista, les requisaron todos sus bienes y enseres.
Doña Leona, tenía una hermana, doña Luisa, quien estaba casada con un conde prestigioso y los bolsillos repletos de dinero. Así que enviaba a su hermana Doña Leona todo lo necesario para que pudieran convivir holgadamente.
La casa que habitaba no disponía de ascensor, así como ninguna otra en el pueblo, a excepción de una que la llamaban «la casa del ascensor».
Por este motivo, solamente doña Rosalía, la menor, y que rondaría los ochenta, podía salir a pasear los días soleados, aquellos que el intermitente sirimiri dejaba secas las aceras de la calle.
Cuando regresaba, se paraba exhausta en el segundo y nos tocaba el timbre. Mientras Demetría, su ama, abría la puerta, se sentaba al borde de la escalera con una respiración fatigosa.
– ¡Ay! Demetría – ¿ves como estoy? en la antesala de la muerte.- Dentro de poco no voy a poder darme la vueltecita para respirar un poco de aire puro, estaré igual que mi hermana Pilar y Doña Leona..
Demetría, su ama le respondía: No se preocupe Rosalía que a usted le quedan todavía muchos años de vida y disfrute.
¡ No ves que no puedo respirar y tengo que tocarte el timbre cada vez que salgo a la calle!
Demetría, le respondía: No puedo verla sentada en la escalera, pase a la sala y vamos a tomarnos un vasito de jerez con galletas.
De paso, la niña habladora aprovechaba para hacerle infinidad de preguntas, que élla, a pesar de lo acontecido durante la guerra, las respondía con mucha gracia y afabilidad.
Pasado un rato decía: Bueno ahora otro sacrificio, me quedan todavía otros quince escalones para llegar a mi casa.
La niña, no comprendía entonces lo que le podía costar subir quince peldaños, cuando élla los subía de tres en tres.
Algunas veces, esta niña subía a su casa para que le contaran historietas de la guerra, ya que la suya propia le aburría enormemente al no tener el abuelo Tomás la menor paciencia.
Otras veces, bajaba los escalones hasta el primero, allí vivían Don Ladis y Doña Joaquina. Les titulaban los filipinos, pues se conoce que estuvieron allí haciendo fortuna hasta que otra guerra les sorprendió.
Doña Joaquina, era muy amante de los niños y tenía una gran paciencia con esta chiquilla. Don Ladis, en su gran terraza criaba cuatro gallinas. Le encantaba a la chiquilla encaramarse al ventanal y desde allí contemplar lo que comían las gallinas y luego ver a Don Ladis recoger en un cestillo los huevos que habían puesto, mientras cacareaban sin cesar. Subida al ventanal en una banqueta comenzaba a hacerle un sin fin de preguntas que, al ser menos niñero que su mujer le aburrían y no podía por menos de contestarle con estas palabras: Si hubiera en la vecindad otra niña como tú me volvíais loco.
Su familia, fueron refugiados y el destino les llevó desde San Sebastián, por mar, hasta la ciudad de Angers (Francia). A diferencia de la hija única, esta familia fue muy numerosa. La abuela Antonia murió al dar a luz su trece hijo Los varones mayores de edad tuvieron que ir a luchar al frente, mientras las mujeres asustadas por las bombas y lo que decían de las tropas del general, decidieron abandonar su tierra. En la colonia donde anclaron, las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear, por lo que las enfermedades se sucedían allí con mucha frecuencia. Es allí donde falleció su hermano Antonio, justamente entrando en la sala de la vida, pues solamente contaba con año y medio.
¿Por qué murió mi hermano le preguntaba a su ama?
Ella le respondía con honda tristeza, mientras unos goterones de lágrimas iban empapando su rostro. Tu hermano murió de meningitis, entonces muchos niños morían por causa de esta enfermedad. No entendía lo que significaba esta palabra, pero no quería ser mas preguntona, ya que también su corazoncito sentía un gran dolor al ver aquellos lagrimones impregnando la ropa de su ama.
Las circunstancias de la vida hicieron que tuvieran que dejar aquella tierra mojada y grisáceos cielos por el traslado a Madrid con aquél cielo de azul intenso. Para esa niña ya mujer, su recuerdo era la lluvia. El rumor incesante de goterones que golpeaban el ventanal. No se trataba de un agua que hiciera bailar las hojas, sino una lluvia persistente que producía en ocasiones cierta melancolía. Pero a pesar de todo, comparándolo con el azul intenso del nuevo destino, su pensar no le producía tristeza sino júbilo. La tristeza se la proporcionaba el revolver del pasado, el descampado personal donde se abrazan los vivos con los muertos.
Atisbaba su morada con todos los vecinos, con sus cuerpos cambiantes y caducos, ya solamente polvo esparcido de sus huesos, que se conformaron con un paseo por la vida.
Los años han ido envolviendo a la niña, ya ahora mayor, la idea de estar en la sala de espera, se ha ido convirtiendo en una obsesión. No pasa un día que no la rememore. ¡Son tantas las personas que ya no pasean por el asfalto de la vida!
Solamente le quedaba de tantas personas que amó, una seca soledad en el pecho, sin volcar perlas en la ruta del camino.
Cuando siente la necesidad de una sonrisa, sale y sondea en su memoria en busca de algo positivo.
Siempre la tierra se presenta, junto al que fue su marido, hijos y nietos. ¡Qué bonito fue aquel camino! Estaba cuajado de rosas. Cuando se adentraba en el bravo mar de la playa de Gaztetape, en Guetaria, saltando al compás de sus fuertes y alborotadas olas, mientras las gaviotas revoloteaban sin cesar muy cerca de ella y, contemplaba extasiada tantos juegos circenses, para luego depositar sus finas y largas patas en la arena dorada, dejando como señal sus huellas perpetuas. Junto a ellas corría, dejando detrás las suyas, ni finas ni hermosas, solamente espesas.
Al fondo, junto a las rocas descubiertas por la baja marea, los gritos de su marido e hijos los oía con verdadero placer, recogían cangrejos y despegaban de entre las musgosas rocas, lapas, las cuales eran introducidas en sus cubos de variadas tonalidades. Los cangrejos querían escapar de aquella cárcel y, subían, trepaban hasta el borde de los cubos. No querían pasar a otra forma de vida, deseaban permanecer en su hábitat, sintiendo el sabor a salitre del bravo mar, su hogar, detestaban ser introducidos en una cazuela bajo el calor sofocante del fuego que les aterrorizaba. Igual que los humanos se resisten abandonar el mundo que conocen.
Las excursiones a pueblos vecinos donde el verdor de las montañas y caseríos variopintos les deleitaban, sus alegres y sabrosas romerías, bailando al compás del chistu y tamboril, oyendo ensimismados a los versolaris que entonaban preciosas canciones y versos improvisados sobre la vida pastoril. Contemplar a su paso los verdes maizales, donde algunos jóvenes avispados aprovechaban para darse amor.
Me gusta la vida, muchas veces triste y otras alegre. Pero me gusta. ¡Qué le vamos a hacer! Siempre me deleitó, desde esa niña charlatana que fui y luego la vida de adolescente con sus ardores juveniles, aquellos que hacían volcar mariposas dentro de mi. Me gusta, porque no conozco otra. A pesar de tantas y tantas personas queridas a las que amé y las cuales ya hicieron su mudanza.
Me complazco leyendo a Séneca en los relatos y consejos que da a su discípulo Lucilio y donde no da importancia al hecho de dejar esta vida. Es el libro que me sirve de autoayuda y por ello lo tengo depositado sobre mi mesilla. Mas a pesar de todos sus consejos y filosofía, esta idea siempre revolotea sobre mi cabeza.
Por eso, por la vida, encuentro muy saludable poder compartir con Fuentetaja las historias de nuestras vidas, aquellas que nos distraen a mayores y jóvenes en los momentos bajos. Soñamos, a veces, en convertirnos en pequeños escritores. No importan las estrellas, eso es lo de menos por lo que a mi respecta. Lo importante es poder plasmar con la ayuda de esta maquinita, los pensamientos sobre el tema que nos impartan. Todas estas actividades nos hacen vernos mas alejados de la sala de espera.
De momento, si como decía Calderón que la vida es sueño, soñemos, aunque luego el despertar desconocemos como será.
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