La pureza del pecado

La pureza del pecado

Ana María Coelho

04/06/2017

Me invitaron a hacer aquella visita, totalmente inusual. Éramos un grupo pequeño; cinco personas, siendo tres mujeres.

Durante toda mi vida, no había salido del convento, aunque no soy monja. Mi madre, por razones desconocidas, me había dejado a cargo de las hermanas del Convento de Santa Mónica, con apenas un día de vida. Como era el día de la Santa, me bautizaron con su nombre, Mónica.

El convento que era de clausura, tenía como primero y principal voto, la humildad. Luego vendría el de comer una sola vez al día, el silencio, que nos acompañaba caso todo el día, entre otros tantos.

Mi educación, era responsabilidad de las hermanas María y Concepción, quienes hizo bien su labor, brindándome una enseñanza similar a la de un colegio particular.

Al cumplir diez años, me ingresaron en la plantilla de las agricultoras. Me levantaba a las cinco de la mañana y después de los Laudes, nos congregábamos en el huerto, donde sembrábamos nuestros alimentos. Un par de cabras, nos proveía la leche diaria, recién ordeñada.

Las hermanas Franciscana, Milagros y Fátima eran las encargadas de hacer el pan y la comida, diariamente.

El tiempo pasó y con él llegó las crisis. Así pues, a mis quince años, por primera vez, iba a salir al exterior, acompañada de la Madre Superiora. Íbamos visitar una fábrica con el propósito de ofertar las recetas de galletas y dulces de la hermana Teresa, como alternativa de ingreso para el convento.

Fascinada por todo lo que veían mis ojos, al llegar a nuestro destino, un maravilloso olor nos recibió. Una mujer, con una bata blanca nos guio por un pasillo hasta una sala, donde nos esperaban dos hombres con trajes elegantes nos esperaban.

Una vez completo el grupo, entramos, a un nivel superior, en un recinto ruidoso, con máquinas gigantescas. Allí todo era ruido y movimiento delas empleadas, todas vestidas con sus monos blancos y gorros del mismo color. Era como un baile infernal, donde ángeles manipulaban todo tipo de color.

Fuimos a otra sala. Esta, como una caja de cristal, con una mesa ene l centro, sobre la cual descansaba varias fuentes con galletas de diferentes formas y colores. Observé un plato con unas barras rectangulares. Unas eran marrones, otras casi negras y otras blancas.

—Mónica, prueba esto —me dijo la mujer de la bata—. Igual te gusta.

Con educación, agradecí, cogí una barra marrón y di un mordisco en el mismo momento que la Madre superiora me decía “No”. Pero ya era demasiado tarde.

Mis glándulas salivares se pusieron a secretar saliva de inmediato. Mis pupilas se dilataron, mientras mi sistema auditivo se concentraba en el sonido que hacía mis dientes al triturar aquella pasta. Mis fosas nasales se abrieron ante aquel sublime olor y sentí que mi mano se quedaba pringosa con aquella manteca marrón.

Una sensación de estar probando un pecado capital, me dejé entregar a las delicias carnales. Era el placer de estar probando, por primera vez el chocolate.

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