El gremio de pescaderos que rodeaba la charcutería, procuraba que Ramiro se sintiera a gusto. Ese mismo era el objetivo de polleros y carniceros para con Ámbar.
Se aproximaba la hora del cierre y las miradas cómplices saltaban de puesto en puesto, extendiéndose por el mercado como señales de humo. En aquel lenguaje silencioso había dos nombres que se repetían de manera muy especial: Ámbar, la nueva dependienta de Horno-Pastelería Jumar, la panadería de Justo y Marta; y Ramiro, que apenas lleva cinco días familiarizándose con la cuchillería de Jamón y Más.
La charla amistosa con la clientela, la piruleta para los pequeños o la cata de lonchitas de lacón contribuían a la armonía.
Las muecas de felicidad en los recién llegados, eran consecuencia de la cordialidad con la que habían sido recibidos, y se ensancharon por la confidencia de que hoy, último viernes de mes, tendrían su pequeña fiesta de bienvenida.
Se vaciaban y limpiaban los mostradores mientras los guardias de seguridad, más numerosos que otros días, señalaban las puertas de salida a los clientes rezagados.
La megafonía reprodujo una melodía pausada y repetitiva que detuvo la ya casi nula actividad y atrajo una repentina penumbra. Ámbar y Ramiro se quedaron solos en los únicos puestos que quedaron iluminados, por primera vez, en la lejanía, repararon el uno en el otro.
Una improvisada procesión que encabezaba Marta se dirigía hacía Ámbar, le rodeó un abanico de figuras que miraban fijamente al suelo. Guiado por Justo, Ramiro fue conducido junta a ella. Nadie hablaba, los dos se miraron, ¿reímos o lloramos?, preguntó Ramiro a Ámbar.
Un encapuchado vació un cubo de desperdicios de animales a los pies de Ámbar y Ramiro. Marta descalza avanzó hacia la alfombra sanguinolenta. Se situó frente a la pareja, el tufo agrio, y la extravagante situación les había borrado la sonrisa.
Marta abrió un pequeño libro.
—La Marca os recibe…—, comenzó a recitar pausada.
La suave y fría piel de Ámbar se acercó a Ramiro.
Marta se desnudó frente a Ramiro, se agachó y elevo su mano embadurnada de sangre, la restregó por su rostro y luego por el de Ramiro.
—¡Qué la vida comience!— vociferó desencajada.
De los congregados, surgieron rugidos, mugidos, relinchos. Los cuerpos se buscaban con violencia.
Mientras el vendedor de lotería abrazaba a Marta, esta aconsejó a Ámbar que se entregara Ramiro, “los nuevos, suelen ser más delicados”.
No daban crédito. Ámbar agitó el paralizado cuerpo de Ramiro.
—¡Vamos a la puerta de atrás!—, le gritó Ámbar.
Volaban boquerones en vinagre, vino para cocinar y trozos de hamburguesas.
Mientras buscaban una escapatoria, Ámbar se vio rodeada por los gemelos, unos carniceros apacibles apenas hacía unas horas, y recordó las palabras de Marta. Saltó hacia Ramiro, se aferró a él.
—¡Házmelo o no sé qué será de nosotros!—concluyó Ámbar.
A los pocos meses sobre el lugar en el que Ámbar y Ramiro se unieron se levantó un puesto de variantes.
¡La Marca había decidido!
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