Aarón, abrió las puertas de su casa simulando dividir las arenas del desierto. Una vez adentro, la penetrante claridad cegó sus ojos. Buscó a tientas su antiguo sofá de lector bohemio, aromatizado a tabaco; se inclinó y con sus dedos dibujó el fino trazo de un señuelo entre las colillas de la noche anterior; con el ápice de su lengua saboreó los vestigios de café sobre la alfombra que detuvieron el paso de sus manos por el suelo, pero el áspero sabor de su saliva espumosa y escasa, le devolvieron la luz a sus ojos. Se desplomó en el suelo esperando sentir el cálido tapiz de la habitación, pero sentía una mar de finas rocas adhiriéndose a su piel que ahora sudorosa lo hundía con lentitud en el desierto; semejante a una bebida que penetra intensamente en las fibras de una tela al derramarse, sin defensa, como deambulan los desaparecidos.
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