No recuerdo todas las palabras de aquella noche, pero sí recuerdo todo su sabor. El sabor de un vino irrepetible. Un vino del que durante años sólo tuve referencias de cuna y una imagen: era un Rioja, y en la etiqueta había sendos racimos, uno de uva verde, el otro de uva morada, en cada uno de los huecos de una gran H que resaltaba en su nombre. Además, y eso lo sé porque lo aclaró ella, era un vino joven.
Fue nuestra última cena. Dijo que estar conmigo era como vivir en terreno pantanoso. No quería morir ahogada. Quería que me fuera. Aquella noche, nuestra última noche, al despedirnos, me atreví también con el último beso. Aún quedaban reliquias de aquel vino en las comisuras que yo besé. Habría deseado ser experto enólogo para fotografiar en un papel las notas de aquel sabor, pero sólo supe decir que sabía muy bien. Y con ese “saber muy bien” me fui, con una lágrima pendiente y un regusto a vino único bajo la lengua.
La vida siguió. La mía también. Nunca más había vuelto a encontrarme con aquel aroma, aunque nunca dejé de buscarlo. Los sabores acortan las distancias en los recuerdos, te transportan a la mesa donde los compartiste, y perder un sabor es perder el recuerdo mismo. Y yo no quería perderlo.
Soledad era sumiller del restaurante Muccala, donde todos los días yo bajaba a comer y a cenar, y donde cada día pedía un tinto distinto. El Muccala tiene la bodega más variada de Madrid. Por eso iba. Hasta que Soledad, una noche, me preguntó por qué tanta variedad. Se lo conté. “Ando persiguiendo el recuerdo que se fue con aquel sabor”, le dije. Y a ella le encantó conocer a alguien que perseguía un sabor.
La sorpresa vino unos meses después. Un día, Soledad se acercó a mi mesa con una mano escondida bajo un paño y la otra sujetándolo. Sonreía. Al llegar a mí, lo descubrió. Una botella de vino. Y allí estaban los dos racimos y la H. Me señaló la fecha: año 1981. ¡Lo había buscado y lo había encontrado! Era aquel vino. La invité a cenar aquella misma noche. Quería agradecerle su empeño y logro.
Antes de cenar, abrí la botella emocionado, serví dos vasos y brindamos por mi recuerdo antes de reencontrarme con él. Casi tembloroso bebí. Arrugué la frente: aquél no era el sabor que yo esperaba. Soledad me miraba sonriendo. Quise buscar donde lo dejé, y la besé. Era un paladar agradable, dulce, pero no era mi sabor.
—Es que este vino ya no es joven—dijo, explicando mi extrañeza. Y mientras sonreía, me besó.
Aquella botella puso edad a mi recuerdo y a mi recuerdo en su sitio. Y un sabor me llevó a otro sabor.
Cada noche, en casa, Soledad me explica cómo leer un vino, para que, llegado el caso, sepa pedirlo con precisión y propiedad y nadie tenga que ir a buscármelo.
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