Marisa volvió con una bandeja de plástico color gris claro que colocó en la mesa en la que estaba sentada y con un rápido Que aproveche, volvió a desaparecer por el pasillo. Observó la bandeja: un cuenco que contenía aquella crema anaranjada y un plato con un par de filetes de pollo de aspecto bastante anodino. Cogió la cuchara y se dispuso a probar la crema. No recordaba la última vez que había comido y su estómago, a pesar de estar cerrado, le recordaba que ya era hora de ingerir alimentos. Removió el contenido del cuenco prestando atención a la mezcla que la cuchara comenzaba a formar junto a los pequeños trocitos de jamón serrano y al chorrito de aceite de oliva que dibujaba una ese más líquida y de un color oro que resaltaba sobre el tono anaranjado de la crema. Se entretuvo en mezclarla y en hacer desaparecer el aceite y el jamón. Aquellos ingredientes, a priori situados en la superficie, eran como los sentimientos que emergían de su interior y que intentaban arrastrarla hacia la más completa perdición. Tras varios minutos repitiendo la misma operación, remueve, remueve, esconde, mételo todo dentro y traga, haz como si no pasara nada, levantó la cuchara, miró su contenido con cierto reparo y sin más, la introdujo en su boca vertiendo el contenido en su reseco y amargo interior. El choque de aquel repentino sabor la sacó de aquella fría sala en el acto. La explosión de aquella mezcla de tomate, ajo, aceite y pimiento, en forma de crema sabrosa y consistente en su textura por el pan, la trasladó a una mañana lejana en la cocina de su abuelo. Ya no estaba sola, ni abandonada en aquel desolado lugar. Estaba con él, picando los ingredientes en la tabla de madera que después daría lugar al mejor plato del mundo. ¿Sabes que esto, cuando éramos pequeños, era todo un manjar? El día que madre traía pimientos en la cesta, se convertía en una fiesta. Ella me enseñó a preparar el auténtico salmorejo. Y yo te voy a enseñar a ti, princesa. La segunda cucharada hizo que cerrara los ojos y que le viera. Su cara regordeta, sus perennes gafas y su ya enorme nariz. El mejor hombre del mundo, el que más la enseñó. Aquel hombre de la tierra, de lo cotidiano y de la humildad. El buen salmorejo se mastica, Elda. Igual que la vida. Ella masticaba y saboreaba. Sabor en la más insípida de las noches. Textura española en un foro sin nacionalidad aparente. Frescura y verano en una sala fría y atemporal. Tercera cucharada, cuarta cucharada. Elda, no estás sola. Ahora, él está contigo. Come y saborea. Disfruta y piensa después. Ahora sólo cuenta el sabor, el placer y la comida. Deja a un lado tus pensamientos, que ellos volverán por sí solos después.
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