El cumpleaños de Mariña era el 6 de febrero. Aquel año coincidía con Carnavales, y Xoan tenía claro que iba a hacer de ese día uno inolvidable. Llevaba días preparando la sorpresa que le iba a dar a su novia, desde que llegó abatida a casa diciendo con voz apagada: “Nadie me ha podido cambiar la guardia del próximo fin de semana”.
Mariña no podría estar con su padre el día de su cumpleaños, como cada año desde hacía treinta. “Pues si Mariña no puede ir a Galicia, Galicia vendrá aquí”, pensó Xoan. Conseguir traer a su padre a Madrid quizá fuese lo más fácil, ¿pero cómo hacerla sentir en Galicia? Su pequeño piso interior en el barrio de Tetuán no era como la casa de piedra de su aldea de Ferrolterra, ni el trajín de Bravo Murillo en hora punta tenía que ver con el sonido quebradizo de las hojas al pasear por las fragas del Eume. Aquellos sonidos, aquellos olores. Xoan respiró profundamente, como para intentar sentirlos. Recordó cuando estudiaba en Salamanca, llegaba a casa de sus padres y siempre averiguaba qué había de comer sólo por el olor: pulpo, pimientos de Padrón, rape a la gallega. A su madre le encantaba cocinar cuando él volvía a Galicia los platos típicos de su tierra, como si regresase de un exilio en el que no existiese el pimentón o el pan de verdad. ¡Claro!
— ¡Hola mamá!
— ¡Hola Xoanciño! ¿Al final qué día venís?
— Por eso te llamo, ma. No vamos a poder ir, Mariña tiene que trabajar. Y se me ha ocurrido algo…
Cuando Mariña volvió a casa aquel frío 6 de febrero, al salir del ascensor algo se le encogió en el estómago. Un aroma diferente impregnaba el descansillo, un olor que nunca había salido de las cocinas de sus vecinos. Al abrir la puerta de su casa sintió el calor del vapor de cocción de tantos Carnavales en su casa de la aldea, cuando todavía vivía su madre y todos se congregaban a la mesa de roble, abrigados con forros polares de los que después se despojaban poco a poco, cuando iban entrando en calor. El calor del hogar, del apetito satisfecho, de los abrazos que se daban tras brindar con el vino tinto que hacía su abuelo. Sin poder contener la emoción ni el asombro, observó en el salón la mesa cuidadosamente puesta, tan llena de fuentes que apenas cabían los platos para tres comensales o la botella de vino. Una fuente con chorizo, pata, costilla, morro, oreja; con todas las “cerdadas”, como solía decir su padre. Otra con patatas cocidas y grelos, esa verdura tan gallega, amarga y verde oscura, con tanto carácter, como ella misma. Cuántas veces habría tratado de explicarle a sus compañeros de trabajo qué eran los grelos sin encontrar en castellano un equivalente. Cuando, boquiabierta por el trabajo clandestino de Xoan, posaba sus ojos sobre la fuente de lacón, escuchó a su espalda:
— ¡Feliz cumpleaños, hija!
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