El inconfundible olor meloso de la miel me despierta de mi placentero sueño la mañana de mi cuarenta cumpleaños. Al abrir los ojos, la inconfundible figura escurrida y picarona de mi pequeño diablillo de siete años, me sonríe sosteniendo lo que representa una tarta de celebración en sus manos.
Tarta de la que tengo que dar debida cuenta, sin moverme de la cama, ante la atenta mirada vigilante de mi sagaz cocinero, que no me permite que desmande ni una miga, de ese dulzón presente que ha elaborado con tanto esmero.
De repente, despierto de nuevo, siento un ligero mareo y como algo lejano, el recuerdo de un regusto amargo en la boca del estómago. Algo confuso, miro en derredor, y no me halló.
Cuando voy sorteando las brumas de un sueño profundo, enfoco una cara sonriente que me mira desde lo alto de un juego de pecas, con dos ojos picarones, que guardan una juguetona malicia infantil, en contraste con lo espeso de la barba y lo fornido del cuerpo de ese joven, al que le calculo, unos veintisiete años.
Pasados unos segundos, la sonrisa que me contempla se expande, dejando ver unos dientes bien formados y dando paso a una voz que, a pesar de su gravedad, me trae ecos del pasado.
- – Feliz sesenta cumpleaños papá. Te he preparado una tarta. Te prometo que esta vez no le he echado restos de pastillas machacadas.
Entonces me despierto del todo, y veo, en blanco y negro, sobre la mesa de la cocina, un bote de miel y a su lado, imprudentemente colocado, el bote de ansiolíticos recién comprados.
- – Te he echado de menos papá. Siento mucho lo ocurrido. – Me dice mi hijo.
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