Mi empresa me envió a Zaragoza para realizar un curso de análisis y gestión de datos. Allí comienza esta historia llena de sabor y leyenda.
Después de una agotadora reunión, salimos a la calle a tomar café. Me llamó la atención el escaparate de una pastelería que anunciaba tras la vitrina un pastel ruso.
Mis compañeros siguieron andando, pero yo me paré, entré y pedí uno. Eran dos finas láminas de bizcocho rellenas con una crema de almendra y avellana, decoradas con la palabra Ruso.
La dependienta me preguntó:
– ¿Lo conocía? ¿Lo había probado antes?
– No. Nunca había comido un pastel ruso.
– ¡Jajaja!. No es un pastel ruso. Ni siquiera es aragonés, como esa trenza de pasta hojaldrada que está a su lado. Es de origen francés. Y tiene una historia tan bonita como delicioso es su sabor.
– ¿Cuál es esa historia?
– La española Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia, y su esposo, el emperador Napoleón III, con motivo de la exposición Universal de París de 1855 ofrecieron un banquete al Zar Alejandro II. Y como postre la emperatriz eligió este pastel elaborado por los cocineros españoles que había llevado en su séquito.Tras probarlo, el Zar quedó fascinado y pidió que le traspasaran la receta a sus cocineros, quienes se la apropiaron, siendo conocido desde entonces como Pastel Imperial Ruso, luego simplificado en Pastel Ruso, por decisión de republicanos y soviéticos.
Nuca había comido un pastel con una historia tan bonita. Y por la noche, en la soledad del hotel, desprecié la televisión y me puse a buscar más información en Internet para conocerla mejor.
Mi primera búsqueda me llevó al París de 1855, cuando celebró su quinta Exposición Universal. “Hay que ver- pensé- cómo les gusta a los franceses esto de exponerse”. Recordé que, en la última exposición Universal de Milán de 2015, Umberto Eco apuntó que estos eventos eran un inventario parecido a una capitulación final ante un hipotético fin del mundo. Podrían ser considerados como la Vuelta al mundo en ochenta días que Julio Verne publicó en 1872 sin salir de París.
Después sentí curiosidad por los personajes. Napoleón III acababa de autoproclamarse emperador de los franceses y encargó a su esposa, efectivamente, la organización de un banquete en honor del Zar Alejandro II, y así poder promocionar ante él los mejores vinos de Burdeos, muy visibles en la Exposición. Sería el escaparate ideal para mostrar al mundo el vigor de su régimen, establecido tras un golpe de Estado cuatro años antes y consolidar el prestigio imperial entre la ciudadanía francesa.
Todo encajaba con la leyenda escuchada en la pastelería. Un pastel ruso, de origen francés, elaborado por cocineros españoles con motivo de la Exposición Universal de París de 1855. Una emperatriz, un zar y un delicioso pastel con sabor imperial, como nexo de unión. El hecho de degustarlo aquí, lejos de cualquier imperio del pasado, no es hurto ni apropiación, sino la liberación de su secuestro revolucionario.
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