¿A qué huele un domingo?

¿A qué huele un domingo?

Huelo a domingo, a familia. Huelo a risas y conversaciones. Huelo a niños jugando y llorando de manera intermitente. Huelo a seguridad y confort. Sé que todo va bien cuando bajo del coche y mi cuerpo lo percibe: las hojitas de cantueso asomando entre tierra mojada (sea por lluvia o riego) cojo varias y coloco una en el respiradero del coche y las otras para la infusión de la sobremesa; me llega el aroma de los naranjos, luego el del limonero. Los aprecio, los cuento y me paseo entre ellos de manera inconsciente mientras me dirijo a la cocina. Es curioso como la acidez de ambos cítricos me calma. Supongo que el cerebro percibe el olor a «naranjas, limones, campo, tierra, cantueso…» y lo asocia a familia y protección. Y entonces, todo lo demás sucede.

Serán las doce aproximadamente cuando da comienzo el acto, como cada domingo; una obra que lleva en cartel unos veinticinco años y de obligada representación y asistencia semanal. Sin excusas. Sin planes alternativos. El domingo huele a paella de la tía, en el campo de la tía, y una semana sin dicho exutorio dominical es una semana de incertidumbre y reproche familiar. Una semana que ya empieza con sabor amargo, con olor a soledad, ya me entendéis.

Entro a la cocina, donde nos vamos concentrando según el orden de llegada, y nos agrupamos en torno a la paellera, donde ya baila el elegante azufre al son del agua mientras esperan al resto de ingredientes. Entonces empieza el festín: uno de los primos empieza a cortar jamón, momento que huele a queja sobre alguna compañía de bajo coste y su poca profesionalidad. A la vez mi tío hierve gambas o cardos (dependiendo de la economía semanal) mientras enumera la lista de tareas agrícolas llevadas a cabo antes de nuestra llegada (lo dejamos hablar, aunque siempre son las mismas). Entonces llegan los cinco «peques», que desmayados de tanto jugar entre palmeras oliendo a dátil y sin probar bocado, se preparan un platito de queso y patatas de bolsa para «hacer boca», en este momento huelo a inocencia y a pregunta a la yaya sobre cuánto tiempo falta para comer. Entonces los mandamos a recoger naranjas y dátiles para el postre. Si le dedicaran a los deberes la mitad del tiempo que a recoger fruta, otro gallo cantaría.

Entonces, la magia: me llega una ráfaga a pimiento, a ñora, a conejo, boquerón, atún o espárrago triguero (según el que toque). Estos ingredientes anuncian que ya casi está todo listo, y cada miembro de la familia se arma tenedor en mano, sedientos de crítica y placer. Uno por uno introducimos el tenedor en un ladito de la cómplice paellera, ya guapa y acicalada, y el resto de conversaciones cesan para comentar:

—Mamá, falta un poco de sal…

—Tía, pon más pimientos que a los nenes les gusta

—¡Mmmmmm, esta en su punto!

Ya sentados con el plato de paella delante. Huele a todo y a nada. Huele a paz.

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