Sobre el libro de la relatividad general reposaba un colador oxidado que manchaba el bigote de Einstein. En la estantería, roída por los años, reposaban los libros de física teórica y algún manifiesto comunista, interrumpidos con distintos artilugios: desde resistencias y bobinas a medidores y probetas.
A Claudio no le quedaba más dinero que gastar en sus inventos; así que, con las malas caras de doña Julia, se enfrascó en ordenar los cachivaches y herramientas que le valdrían para su experimento final.
La pizarra se convertía en un continuo chirriar de tiza y golpe de borrador. Así durante horas. A veces Julia le dejaba una taza de café al lado de la puerta, junto a una de sus galletas de jengibre preferidas.
Cuando un nuevo vinilo de Elvis cedía paso al silencio, Claudio se levantaba a cambiar de disco. Aquella noche de noviembre, la discografía del rey del tupé y las contorsiones infinitas se escuchó completa en el piso 50 de la Avenida de los soñadores.
A la mañana siguiente, Julia le encontró sentado en la mesa de la cocina, devorando con ansía las sobras de pavo estofado del día anterior. Los ojos vidriosos la miraban con gratitud. A su izquierda un cubículo metálico del tamaño de una persona adulta, avejentado y con una puerta de metal que chillaba al abrirse.
—¡Creo que lo he logrado! Voy a probarlo ya, espero que los cálculos no se me hayan ido… Más me vale si no quiero acabar con las células fritas.
—Ay, Claudio, de verdad, me niego a que te metas en ese cacharro.
—Vente conmigo; que si nos achicharramos sea dados de la mano que dolerá menos.
—¡Qué daño te ha hecho a ti el famoso gatito del Schrödinger ese!
Por un momento pareció dudar, pero en seguida añadió – ¡Ay, bribón! Si es que este mundo sería muy feo sin ti.
Así que ambos conectaron los sensores a ambos lados de la cabeza mientras se apretujaban las manitas manchadas por los años, que no perdonan, y entraban en el cubículo.
—¿Dónde nos vamos?
—Estoy yo pensando que hace mucho tiempo que no vemos a la Remedios, como Campo de Criptana nos pilla tan lejos. Yo creo que le hará mucha ilusión, y ya que estamos jugamos un parchís con ella y comemos uno de esos mojetes que hace tan buenos.
—Qué buenas ideas tienes, Julita.
Entonces Claudio pulsó con cuidado las teclas y coordenadas exactas. Al instante, siguiendo fielmente sus cálculos diferenciales, una luz cegadora les plantó a los dos en aquel pueblo de Cervantes. Con los cascos como señal de identidad y con las células en perfecta armonía.
—Ay que por esto mínimo te van a dar el Nobel, que te lo digo yo.
—Nos lo darán a ambos, que sin ti yo esto nunca lo habría conseguido.
—Venga llama a la puerta, vamos a darle una sorpresa a la Reme que me llega el olor de las migas.
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