Felisa tenía ochenta y dos años; huesos de Gruyere oxidado, píldoras achacosas, un termo con café, una casa modesta, una pensión canina, muchas ganas de hablar, tres hijos sin tiempo y cinco nietos con las orejas taponadas con cables.
Harta de hablar con el contestador de sus hijos y congelar conversaciones, llevó a vivir con ella a Altagracia, una dominicana alegre y robusta que ayudaba a cargar bolsas en el supermercado por unos céntimos. Nunca se arrepintió y desde ese día las conversaciones eran frescas y su soledad invisible. Una noche, sentadas en el sofá frente al televisor viendo “ Irina Palm”, decidieron que era su heroína y se animaron a dar un giro a sus vidas.
Aquel sábado ya tenían preparada la tarea: ir al Parque del Retiro y conseguir dinero suficiente para cenar los famosos huevos con puntilla del restaurante Casa Lucio. Felisa cogió su termo de café y lo guardó en el bolso. Después, abriendo el baúl, sacó los utensilios que había comprado el día anterior en un chino: una bola de cristal, un pañuelo, una mesita y una silla plegables. Los metió en la maleta rodante que Altagracia se encargaría de llevar, y se encaminaron a paso lento hacia el Retiro. El día era soleado e invitaba al paseo.
El lugar elegido frente al estanque era un mercadillo de “artisteo”, en el que titiriteros, mimos y estatuas que guiñaban el ojo a la caída de monedas, se mezclaban con niños de gominola y padres ociosos. Más adelante estaban los puestos de videntes y pitonisas con bolas de cristal, manos premonitorias y cartas mágicas.
Altagracia abrió la maleta y sacó el pequeño mobiliario, mientras Felisa se colocaba su pañuelo en la cabeza. Una vez instaladas, pusieron al lado de la mesita una caja de cartón donde podía leerse: “Su futuro con Irina. Solo la voluntad”. Algo que no agradó al resto de pitonisas con tarifa. Aun así no le dijeron nada; tal vez, por respeto a su edad.
Y bien por confundir años con experiencia, por su voluntaria tarifa o la publicidad que Altagracia hizo de ella entre la multitud, al poco tiempo la mesa de Felisa se llenaba de clientes deseosos de un futuro glorioso. Les sonsacaba de forma sutil, regalando según necesidades, viajes exóticos, salud eterna, amores de cuento, trabajos únicos y números mágicos de lotería. Pronto, la cajita voluntariosa se llenó de monedas y billetes. Al caer la tarde hicieron recuento de la recaudación, comprobando, exultantes, que habían rebasado la cantidad necesaria: setenta y dos euros, con los que ya tenían para cenar los famosos “huevos con puntilla” de Casa Lucio, y aún les sobraba para el postre. De camino, pensarían qué hacer al día siguiente. Su próximo proyecto, un viaje a Venecia, multiplicaba con mucho los huevos con puntilla de Casa Lucio.
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