LAS ESTUPIDECES SE PAGAN, CARO

LAS ESTUPIDECES SE PAGAN, CARO

Las sirenas y rugidos de los motores llegaban de lejos y en estéreo, de izquierda y derecha al tiempo, acercándose con precipitación.

Nos quedamos estáticos.

De inmediato reaccioné y susurré a mi amigo, “la hemos cagado, Libardo”, al tiempo que se esfumaba la losa que me oprimía y una levedad olvidada se apoderaba de mí; él, sin embargo, se derrumbó.

Frenazos y chirriar de ruedas nos envolvieron de golpe, portazos metálicos y pasos los siguieron para terminar en un, ¡alto, Policía, manos arriba!

Nos cachearon, estamparon contra la pared y engrilletaron con habilidad de práctica cotidiana.

Libardo se retorció para decir, “pero, pero, por qué…”, aunque no le dieron pie a terminar su proclama; un golpe seco en el bazo lo postró.

Yo permanecía silente, relajado por algo que aún no asimilaba pero que intuía expiatorio y, sin embargo, liberador.

Las cámaras de los medios de comunicación se cebaban con sus flashes y sus tomas en unos, enseñando sus mejores sonrisas y sus logros y, en otros, dando nuestros perfiles esquivos.

Una vez levantada el acta, pusimos rumbo a nuestros hogares flanqueados por varios automóviles de apoyo y ruido de sirenas desgarradoras, desgarradora como la estampa que me encontraría al arribar a casa y frentear a mi familia; en ese instante, encarado a esas caras dubitativas, bajé de esa elevación irreal a la que había ascendido a una realidad aplastante; apenas equilibré el cuerpo, mi habla enmudeció.

No tuve tiempo de adaptación cuando, tras una breve requisa, la comitiva enfiló la comisaría.

Nos negamos a declarar pese al interrogatorio poli bueno poli malo y la consiguiente presión para hacernos cantar: “o hablas o los años te caerán a pares”, “tu compi ya ha largado: tú eres el principal culpable” y un bla, bla, bla continuo hasta darnos por perdidos; a los calabozos con estos pringaos, ordenó la voz.

La entrada en prisión tras tres días de aislamiento en los calabozos policiales fue nocturna y…, con alevosía, ya que engrilletados y con una bolsa con algunos trapos de socorro, levantamos a los funcionarios mal encarados de ingresos de su modorra televisiva para tomar las fotos de frente y perfiles y unas huellas de dedos temblorosos que no acababan de ser coherentes.

Los primeros días entalegado era un ir y venir de Alicia en el País de las Maravillas, entrando y saliendo de la realidad diaria a una inexistente en casa junto a los míos. Dejé de ser don …, para convertirme en, interno; pasé de sentir las sábanas de lino a unas de algodón percudidas y agujereadas por muchas coladas de lavadora agotada.

Y tras meses de subirme a la montaña rusa de día y bajarla veloz de noche, entreví la manera de evadirme de esa angustia que me llevaba a tocar fondo: seguir el camino marcado por Mamá Estado, tragarme el orgullo soberbio adquirido y retornar al redil social tal como exigía el protocolo.

Cinco años después volví a sentir el tacto de los míos.

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