Ella siempre se sentaba en la mesa de la ventana. Le gustaban los locales de Madrid, siempre abarrotados, y le daba igual dar vueltas y vueltas por el barrio hasta conseguir una cafetería en la que tuviesen su mesa libre.

En cuanto la veían entrar, los camareros ya sabían donde se sentaría. Bromeaban con que era una exhibicionista, que le gustaba dejarse ver por la gente que paseaba por la calle, pero era al revés. A ella le encantaba mirar por la ventana y disfrutar del espectáculo de esos actores improvisados; pequeños actos tan largos como los segundos que tardaban en desfilar al otro lado del cristal.

Casi siempre llevaba consigo algo para leer, se pedía un café o una copa de vino, abría su libro e intentaba perderse en los relatos que otros contaron. Pero siempre acababa perdiéndose en sus propios pensamientos y levantando la mirada hacia ese mundo que tan lento o tan rápido transcurría delante de sus ojos.

Le fascinaban los niños. Muchas veces se quedaban mirándose estableciendo una conexión muy efímera y sin embargo muy profunda. Veía en ellos a la niña que nunca fue y a la niña que nunca tuvo, y por un momento se sentía sola en medio de tanta gente.

Un día en el que estaba muy metida en sus lecturas se le acercó una mujer.

– ¿Te importa que compartamos la mesa? Ésta es mi preferida, le dijo.

Al levantar la mirada se quedó deslumbrada por unos grandes ojos color chocolate que la miraban sonrientes.

– Claro, le contestò.

La mujer se sentó en el otro sillón amarillo y se puso a contestar mensajes en el móvil. Ella se fijó en cómo sus dedos se movían rápidos por el teclado y los imaginó entrelazados con los suyos. Miraba su boca y cómo se movían sus labios de corazón al sonreír a la pantalla.

Y de repente, se ruborizó al darse cuenta. En cuarenta años nunca se había sentido atraída por otra mujer. Sentía curiosidad y ¿miedo? Para no mirarla de forma tan descarada, fingió sumergirse en su libro, pero ya no pudo leer ni una palabra más. Sus ojos seguían releyendo la misma frase una y otra vez; esa mujer la tenía embrujada.

Respiró hondo y tomó un sorbo de su café con leche que ya estaba frío. Dejó la taza en la mesa sin hacer ruido intentando pasar desapercibida pero, al levantar discretamente la mirada, los ojos de ella se perdieron en los suyos.

Se quedaron conversando en silencio un rato largo, hasta que una niña de trencitas se pegó al cristal. Se apartaron la mirada un segundo para observar a la niña, que enseguida les sacó la lengua y se echó a correr.

Entre risas, se volvieron a mirar y se dijeron hola por primera vez. Ella ya no tenía miedo. Sin saberlo la estaba buscando, y por fin la había encontrado.

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