De pronto se encontró en la barra de aquel bar, el de siempre, pero más solo que nunca. Bebiendo un gin-tonic en lugar del whisky con hielo que el camarero sirvió casi automáticamente. Quizá si todo cambiaba tan deprisa, él tendría que hacer lo mismo, pensó. No le importaba ya quién disfrutase su maravilloso Jack Daniel’s, porque él era capaz de ser feliz con esa desagradable copa transparente.
En aquel momento, con la memoria en blanco como casi siempre, trató de recordar cómo había llegado hasta allí y cómo después de las pésimas noticias recientes estaba en el mismo lugar que tantas otras veces. No fue capaz.
Tras varios minutos flotando entre las nubes, hizo un gesto a la primera camarera que le miró y enseguida recibió una carta, una vela encendida y una amplia sonrisa. El simple hecho de sentir un trato cálido en sus horas más bajas resultó motivo suficiente para aumentar su dosis de hidratación.
Mientras llegaba otra ración de tragos amargos, a los que empezaba a acostumbrarse peligrosamente, se dedicó a repasar aquella carta que ya conocía de memoria. Y entonces todo cambió. Comenzó a imaginarse degustando una hamburguesa en un abarrotado Times Square, para después viajar hasta pedir una sabrosa pizza frente al Coliseo y terminar con una botella de Ribera del Duero camino a Burgos. Cada momento en su mente parecieron horas, pero al bajar aún más la cabeza para ver su reloj, descubrió que sólo habían sido unos minutos.
Pensar en todos esos lugares le hizo darse cuenta de lo que quería, independientemente de que sus sueños no guardaran una estricta —ni siquiera cercana— fidelidad con la realidad. Reflexionó sobre el tiempo y la distancia, pensando en ellos como un reloj de arena que junta los pedazos, los separa y vuelve a unirlos cuando alguien decide darle la vuelta al reloj. Y así comprendió que no merece la pena estar pensando en por qué ocurrió lo que no depende de ti mismo; simplemente alguien cogió tu reloj y le dió la vuelta. Pero por fortuna siempre queda un as en la manga, una variable que modificar en la ecuación para generar un nuevo resultado, algo como volver a girar para tentar de nuevo a la suerte y comprobar si el azar te lleva junto a alguien diferente.
De repente reaccionó, y se encontró mirando a los ojos de la chica que tomaba un café a su lado mientras esbozaba una tímida sonrisa, sin saber aún que todo volvía a comenzar. Quizá los finales no son más que el inicio de algo que se suele temer por desconocido, tanto como un día lo fueron las mejores historias que has vivido desde que lloraste por primera vez.
Un año después, en aquella misma calle pero distinto lugar, alzaba su copa de whisky para brindar. Como si nada hubiese cambiado, como si no importase que mañana todo pueda ser diferente.
Así que pongamos principios, y olvidémonos de los finales.
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