Siempre he pensado que la belleza es un golpe contundente contra el espíritu para el que nunca se está del todo preparado. Y yo, hoy, disfruto de un café helado en la terraza de un magnífico restaurante de lujo ubicado junto al borde de un acantilado.
Recostado en mi trono –el pobre apelativo «silla» no encaja nada bien- contemplo el inenarrable lienzo de la naturaleza: en la distancia, el cielo se funde a lo largo de una línea horizontal con el mar, preciosa paleta de azules abotonada en la cúspide por un sol dorado. A mis pies, se extiende una playa de arena amarilla, que no es sino el hermoso vómito del agua a través de los siglos surgido del vaivén de las mareas.
Veo bañistas tomando el sol, pescadores de técnicas ya caídas en el olvido, algunos botes pequeños fondeados a la espera de sus humildes capitanes y un grupo más o menos numeroso de gente reunida en torno a un hombre aupado en el tablón de una barca que se dirige a ellos. Gesticula de manera ostensible lo que aparentan ser algunas normas básicas de seguridad.
Alrededor, un niño de corta edad se apaña jugando con un perro – tiene ambos pies amputados el pobre – persiguiéndole unas veces y huyendo de él otras, que a su vez, se divierte como si entendiera a la perfección la dinámica del juego. Las muletas que le soportan en sus carreras son viejas y parecen podridas. Por esa razón, la que presumo que debe ser su madre -en avanzado estado de gestación- le sigue con la mirada y le reprende de vez en cuando.
Es simpático el crío. Por lo que aprecio a través de los anillos de humo que hace rato intento perfeccionar con mi puro, tiene cicatrices en la piel semejantes a un helado derritiéndose. No obstante, no atraen tanto la atención como cabría esperar, pues palidecen al lado de la vitalidad del niño y su amplia sonrisa que a menudo parece demasiado grande para su cara. Es increíble la pericia con que se maneja; cualquiera pensaría que las muletas y los muñones no son el resultado de un accidente fatal sino que fueron implantados adrede por sus padres al nacer para economizar en juguetes en un futuro y hacerle feliz desde el primer momento.
A los pocos minutos la patera ya se dirige hacia la línea del horizonte donde se unen el cielo y el mar -aun preciosa paleta de azules- con su cargamento de hombres, mujeres y niños a bordo; la vista vuelta a la playa que poco a poco van dejando atrás. En unas horas, probablemente habrán muerto todos. Me pregunto en qué momento exacto de la singladura será el niño de los muñones consciente de ello y la sonrisa le abandonara para siempre dando paso a una mueca de espanto…joder, se me ha calentado la bebida.
– Camarero por favor, ¿me trae otro café helado? Y la carta también. Me ha entrado hambre-
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