A los pocos meses del asesinato de nuestro buen amigo Pío Ayure y dos de sus hermanos, decidimos ir a casa de sus padres en Chaguaní a saludarlos. Sabíamos que estaban muy afligidos y que necesitaban tener un aliciente, mientras su tristeza los llevaba lentamente a lo que más querían: reunirse con sus hijos en el paraíso.
Salimos en la madrugada de Bogotá, hacia Guaduas y luego desviamos por una carretera sin pavimentar o destapada (como decimos por allí) hasta nuestro destino. Entre abrazos y una que otra lágrima saludamos a los padres de ellos, que se olvidaron por un momento de su aflicción al ver a sus nietos. Pasamos entretenidos rememorando sobre las cualidades de Pío y hermanos, luego vino el almuerzo y la dura despedida, al tener que dejarlos inmersos en sus pensamientos, ya que nos dirigíamos a otro pueblo a pasar la noche.
En uno de los autos, iba Gina – la viuda- con sus tres hijos: Alejandro, Camilo y David; también Fernando, compañero de la Universidad Nacional. En otro íbamos con Patricia y nuestros hijos Arlen y Gustavo. Tomamos la decisión de hacer el camino más corto y nos fuimos por una vía sin asfaltar. Demasiados obstáculos entre: piedras, huecos, ramas…nos llevaron a poca velocidad. Nos llegó la noche hacia las 18: 00 horas, entonces decidimos hacer un alto para descansar.
Continuamos el camino y sufrimos el pinchazo de una rueda. Paramos para cambiarla en medio de una especie de bosque, en una oscuridad total y con algo de incertidumbre al pensar si no habíamos equivocado el camino. Para esa época estaba lejos la utilización de las nuevas tecnologías que facilitan la orientación y los desplazamientos. Los niños se pusieron un poco nerviosos, el trayecto estaba siendo más largo y dispendioso de lo programado. Después de varias horas dimos con el pueblo de Jerusalén y una vía a medio pavimentar que nos llevaría a nuestro destino: Tocaima.
Llegamos pasadas las doce de la noche, con un gran cansancio y un hambre que nos encogía el estómago. La casa estaba por limpiar y organizar, pero lo urgente era tener algo que comer. Encontramos una buena cantidad de espaguetis y los empezamos a cocinar en agua hirviendo con algo de sal, mientras Fernando buscaba algo para añadir y darle una buena presentación. Encontró unas latas de sardinas en tomate que le dieron un toque especial de color, esencia y gusto a la cena.
El instante de servir la comida fue memorable: una gran olla puesta en el centro de la mesa de la cual salía el vapor, con un exquisito olor, estaba preparada para ser repartida a cada comensal. Uno a uno con su plato, empezando por los niños, se les fue dando la pasta con sardinas; sobró para repetir y al terminar la conclusión es que habíamos comido: ¡La mejor pasta del mundo!
Nuestro arduo viaje se llenó de aroma y sabor en aquella noche, para nosotros, mágica.
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