Mi vida en un árbol

Mi vida en un árbol

Lucía Guijarro

06/11/2018

Dos chavales rumanos, por cinco euros y un par de tónicas frescas desmontaron la vivienda en una sola tarde. Aún quedaba casi un mes para el traslado definitivo y ocurrió lo que más me aterraba, vivir atrapada en medio de la desolación.

Sacando fuerzas de flaqueza empecé a meter los restos del naufragio en bolsas industriales de plástico negras. Llené casi diez. Tres horas después miré impávida aquel batallón de bultos negros siendo incapaz de adivinar el contenido de cada uno de ellos. Tenía la boca seca y el corazón destrozado. Me dirigí a la nevera, abrí una cerveza bien fresca y con el primer trago disfruté del único momento bueno de ese nefasto día.

Bajé los bultos y los fui depositando cuidadosamente alrededor del tronco del árbol situado frente a la portería. Observé aquella gigantesca montaña negra plastificada y sin más dilación subí a casa, cerré de golpe y respiré hondo con la esperanza de que el camión de la basura llegara lo antes posible. Las horas no pasaban. Miré de reojo por la ventana y vi horrorizada cómo todo tipo de individuos revolvían en mis bolsas esparciendo aleatoriamente su contenido por la acera a modo de mercadillo caótico. El espectáculo resultaba tan espeluznante e inusual en esa calle tan “políticamente correcta” que cualquiera que pasaba por delante quedaba pasmado ante tal desastre.

Unos hacían fotos con sus móviles, otros comentaban en voz baja, quién habría sido capaz de tirar todo aquello y la mayoría, a modo de pequeños piratas, se alejaban felices con el botín conseguido… Cojines, alfombras, cajas con papeles, cajas con fotos, cajas con cables y cargadores; cajas de zapatos y zapatos sin caja; un Papá Noel de trapo, angelitos, lucecitas, montones de CD’s grabados con películas infantiles de animación, transformers y predators, juegos de ordenador, posters y mucho, muchísimo más…

Estaba extenuada y sentía una tristeza infinita. Escondida tras la ventana hasta casi las dos de la madrugada observaba mi vida esparcida, revuelta y pisoteada. Ya no me quedaban ni fuerzas ni lágrimas. Me metí en la cama tapándome hasta la cabeza igual que un niño se esconde del monstruo que vive en el armario.

Sonó la alarma del móvil y abrí los ojos. Descalza recorrí el interminable pasillo que conducía al salón. Los grandes ventanales, cubiertos con las sempiternas cortinas estampadas con cañas de bambú, me observaban desafiantes. Dejaban filtrar la suave luz blanca de la mañana entrelazada con el reflejo amarillento de las farolas, aún encendidas, generando una penumbra acogedora y cálida. Me detuve frente a ellos, deslicé tímidamente el panel japonés y clavé la mirada en el árbol.

Las aceras recién regadas aún conservaban pequeños charquitos de agua limpia. Los coches aparcados permanecían en silencio y ordenados uno tras otro. Los transeúntes caminaban cabizbajos a paso ligero, casi por inercia, respirando el aire fresco de esa mañana de primavera que se lo había llevado “todo” y el mundo había recuperado el cotidiano y tranquilizador aspecto de la normalidad.

Autor Jaume Plensa

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