Siempre supe que en algún momento me descubriría. Reconozco que no fue una empresa fácil ocultarlo. Fue todo bien hasta el segundo embarazo. Carmen apenas tenía trece meses cuando volví a quedarme en estado. El embarazo transcurrió con aparente normalidad y Mauro nació fuerte y sano. La que no estaba ni fuerte ni sana era yo. En el sexto mes tuve un brote aún más fuerte de los que había tenido en mi adolescencia. Mi enfermedad resurgió más intensa que nunca.

Manuel estaba muy preocupado, no entendía nada. Una tarde encontró aparcado en la finca un tractor del que nadie sabía darle razón. Más que saber, ¡pobre!, intuyó lo que había sucedido… Consultó las cuentas del banco. Ahí halló la respuesta. O una parte, al menos. Como yo estaba ilocalizable, una noche más no estaba en casa, desesperado, se puso en contacto con madre. Ella, prudente, se citó con él en nuestra casa. Y ahí llegó la hora de la verdad… Madre intentó arreglarlo como pudo. Se hizo cargo del tractor, decidió pagarselo a Manuel. Fue una noche larga… Se pusieron de acuerdo para asegurar el dinero y proteger a Carmen, ¡de su propia madre!

Más audaz de lo que se creía capaz, Manuel me estaba esperando cuando llegué a la mañana siguiente. Y se acabó todo fingimento. Ya no lo pude postergar más. Fue preciso poner todo negro sobre blanco. Mi terrible secreto quedó al desnudo. Le desvelé mis sufrimientos de esos años de juventud. Ya no me reservé nada: las noches de borrachera, los gastos abusivos y sin control, las tarjetas y cuentas bancarias en números rojos, los hombres que transitaban por mi cama, la desesperación en la que me sumía cuando acababan las sucesivas fases maníacas, mis dos intentos de suicidio… Volqué sobre él todo mi dolor, casi lo escupí, al fin liberada de tanta mentira. Recuerdo sus ojos negros más oscuros aún por la pena.

Pero tambien le conté todo lo que me supuso conocerle. Con él se me abrió una ventana a la esperanza, por primera vez desde mi infancia. Creí en él y necesité creer en mí. Visité al psiquiatra, aún con reticencias, todo hay que decirlo. Pero el milagro de la química y el deseo imperioso de superarme, de amar a Manuel, de ser buena para él, hizo el resto. Fue por aquel entonces cuando empecé a rezar, al principio sin fe, luego fue llegando, mansa, la esperanza. Desgarrada por el dolor y el amor, empezó a hacerse la luz… Cuando amenazaba una cierta fase maníaca no me dejaba llevar, resistía y resistía, lloraba y lloraba, rezaba y rezaba. Me encerraba en mi casa y no me permitía salir hasta que había menguado el temporal. Manuel fue mi tabla de salvación. Ahora, libres al fin de mentiras, nos miramos a los ojos y podemos afirmar que somos, casi, felices.

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