Da igual las veces que lo intentes: todas las noches te acostarás con la sensación de que has sido varias personas a lo largo del día; una al abrir los ojos por primera vez; otra la que le habla a los ojos al jefe pensando para sus adentros que es un auténtico gilipollas; otra la que por fin regresa a casa con un helado de chocolate a ver Ozarks en Netflix; otra más la que mira con un interés sospechoso a la hija adolescente de la vecina del octavo, y finalmente la que desiste, tira la máscara al suelo, ajusta su cabeza en la almohada y se duerme con el helado derretido sobre su camiseta favorita de Black Sabbath.
¿Entonces quién se supone que debes ser cuando te repiten que seas tú mismo? En todo caso, uno debería ignorar este absurdo consejo y cambiar algo cada día, mejorar las piezas del motor, olvidarse del pasado —esa latitud temporal que te arrastra inevitablemente a una época en la que eras más joven y por lo tanto más estúpido—, un lugar difuminado que necesita ser ordenado en tu cabeza, ser escrito en un diario, secarse junto al resto de la ropa tendida en el patio común de tu comunidad y ser exprimido hasta sacar algún tipo de líquido vital, enseñanza o conclusión que te permita maniobrar con mayor soltura en las aguas del futuro, te gusten o no, las únicas a las que te diriges con la ayuda de un timón comprado en Amazon y un calzoncillo sucio.
Y sí, puede que seas gordo, feo, bajito, incluso tan guapo que nadie se acerque a hablar contigo cuando bailas en la pista del Berlín, o demasiado simpático y buena persona que todos terminan aprovechándose de ti, o al contrario, un cabronazo que no se anda por las ramas y que asciende a toda hostia por la pirámide pero al que no le aguanta ni su propio perro, un caniche blanco asqueroso llamado Pipa. ¿Y si eres un relaciones públicas nato que se calienta a la mínima cuando habla con un miembro de la familia?, o lo que es peor, ¿un músico que hace las canciones que los demás esperan de él porque de esa forma el sustento está asegurado?
Seas el caso que seas debes de escuchar la voz del enano a tu espalda que te repite que no eres dios, salir ahí fuera y demostrarle al mundo que no te gusta lo que ves, ni en el espejo ni en la televisión, ni en tu canal de porno favorito ni en los 40 Principales, que aceptarlo significaría morir en vida y no aceptarlo… tiene consecuencias sobre cada aspecto de tu realidad, una señorita que duele mucho más que el señor muerte.
Sé tú mismo y no te aceptes… o al menos inténtalo. Quizás tu único destino sea ese: simplemente intentarlo.
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