Estoy en ese momento, y esto es real. En ese momento que me siento envalentonado para mandar a la mierda mi trabajo y de paso todo. Miento. La valentía me dura de a pocos. Es por pequeños lapsos de tiempo que me llega ese indomable empoderamiento, ese desquebrajado ímpetu. Luego pienso en las consecuencias y doy pasos atrás. Le temo al abismo pero a la vez me atrae así como esos noviecitos que los padres les prohiben a las jovencitas, esos noviecitos mal criados y viciosos que las van a dejar embarazadas con seguridad. Tengo 42 años, un vejete para el mundo laboral y renuncié al ‘éxito’ que pude haber tenido porque no soporto nada de lo que lo rodea, me refiero a la manada de imbéciles a los que hay que inflar a diario y a las poses qué hay que adoptar para parecer uno más de esa pasarela de feos fotocopiados, es en serio. Aunque en este preciso instante pienso que fue un gran error haber renunciado porque el miedo me tiene de rodillas contra el fango… Veo el desfile de mis contemporáneos ‘exitosos’ y digo: ¡Puta yo podría estar en ese yate! Pero no sería feliz aunque ahora tampoco lo soy. Me siento atrapado en un cubículo, donde lo único que avanza con celeridad son mis canas y mi panza, mi ansiedad y mi estrés. Soy un borrador, un boceto de lo que pudo ser, un archivo de esos que se quedan arrumados en un disco externo, soy eso hasta que eleve ambos pies afuera del abismo.
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