La noche se vino como una invisible pisada abismal sobre el monte. El paisaje está extinto de detalles. Cualquier ruido también es parte del oscuro manchón. Bajo los quebrachos, la fogata estira flacuchas sombras que se pierden en las partes más lejanas de las ramas, cerca de donde una lechuza se come los piojos del ala izquierda mientras prevalece ante los extraños ruidos de estos animales que no están desnudos, y que se ríen casi como ella cuando detecta un pericote que se escabulle entre las jarillas.
Estos hombres de Los Quiroga están cansados y orgullosos. Han trabajado prácticamente todo el día cortando chañares y tuscas para desviar el cauce del río para la construcción del Dique en manos de una empresa alemana. Ellos no tienen lugar; todos son criollos —alguno incluso lleva ojos de agua de aljibe— y ni siquiera uno solo es indio; está prohibido ser indio, también, está prohibido enamorarse, porque «aquí» solamente se coge y se coge si es que al varón se le da la reverenda gana. Y guay con que alguno sea afeminado, porque se termina convirtiendo en el bailecito de las burlas y los sables calientes. Pero eso, claro, para estos no es cosa de maricas, porque el que monta no es el montado.
Uno comienza a puntear la guitarra y otro le estira la botella para hacer un trago más antes de comenzar con una infernal zamba que en el mismo momento es inventada. El berrido y los silbidos no se hacen esperar: «meta esa mierda«, «vamo no ma«. Sobre el fuego escupen las espinas de los sábalos asados que se mandan con tortilla. Más de uno por hablador o pelotudo se atraganta y zafa con vino o un fuerte golpe en la espalda.
Cuando el Gordo se pone de pie el Mudo y otros dos traen y arrojan muy cerca del fuego al joven que sangra por la nariz y que está bien perfumado gracias a una loción que el Mudo le robó a la renga Tomaza. El «chango» está asustado y mira para todos lados como tratando de ver cara conocida.
Luego de desnudarle lo amarran de pies y manos: lo ubican boca abajo. El primero es el Gordo. En tanto se sacude se tira vino sobre la cabeza y grita «Elvira, santa la que te parió».
Se turnan.
Por horas y horas lo violan. Cada grito son insultos y maldiciones que se entreveran con el monte y las risas. Cuando no les levanta el culo lo muelen a patadas o lo queman con una braza mientras la guitarra sigue con el punteo y es iluminada por el fuego y es rasgada por sombras de desnudas bestias que devoran un pajarito.
El toque final lo da Flores. Después de llegar y de ponerse los pantalones le achata la cabeza con una pala.
Lo tiran en una zanja y siguen cantando, pero no en honor del puto que han liquidado, sino de las putas ausentes.
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