Y temió que jamás lograría alcanzar la estrella. Desde su perspectiva, creyó que esta vez acariciaría su brillo y, al hacerlo, sería contagiado de su belleza; que absorbería así algún pedazo de su magia, la misma que era capaz de suspender las constelaciones en el vacío de la oscuridad. Y por ello insistía en alzar sus manos a lo alto de la noche. Pero una vez más, la persistente e invisible barrera, esa molesta amplitud del espacio que los separaba, se obstinaba en interrumpir la consumación de sus deseos.
Y temió que jamás lograría alcanzar la estrella. Por eso se le anegaron los ojos y rompió en llanto. Sí, lloró, con la fuerza que le permitía su alma envuelta en un pequeño cuerpo, con la intención de hacer naufragar sus penas; gritó para espantar y hacer correr al dolor; pataleó con el deseo de aplastar, con sus pies, la frustración. Y vinieron a consolarlo. La habitación se iluminó. Lo auparon, lo mecieron junto al regazo, le transmitieron palabras dulces y lo dejaron de nuevo en la cuna.
Y temió que jamás lograría alcanzar la estrella. Hasta que sus padres apagaron la luz y apareció de nuevo su añorada constelación, el adorno risueño que lucía en la opacidad nocturna de su techo. Y sus padres, abrazados, contemplaron al retoño alzando de nuevo sus manos, con las fuerzas casi expiradas, a punto de rendirse a los caprichos de Morfeo. No importaba que hoy no alcanzara la estrella. Mañana volvería a intentarlo. No se dejaría derrotar en su empeño, bien seguro, porque en sus sueños ya la había alcanzado.
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