Cual alimaña siempre estabas escondido en las sombras al acecho de tu próxima víctima. Dicen de ti que eres primigenio, que eres ancestral, quienes consiguen librarse de tus garras son encumbrados a lo más alto de podio y admirados por todas las pobres almas que no consiguen vivir sin temer tu presencia.
Lucía era una de esas pobres almas, que desde su nacimiento ya venía marcada como ganado para tu hambre insaciable. No tardaste mucho en atacarla y hacerla toda tuya, desde ese primer encuentro la convertiste en tu más ferviente sierva, sumisa esperaba cada noche tu llegada, consciente de que no podía huir a ninguna parte. Intentaba gritar pero sus palabras eran sordas, lloraba pero nadie acudía a salvarla, la oscuridad la envolvía y en ella desaparecía.
“Curioso poder el suyo”, pensó Lucía una mañana, cansada de sufrir toda su vida estos encuentros.
Este pensamiento te alarmó, tú que vivías tan plácidamente, acomodado en su mente.
“¿Y si el poder no es suyo?”, pensó Lucía otra mañana, cansada de vivir esclavizada.
Un escalofrío te recorrió, algo te decía que pronto serías desahuciado, ya no podrías seguir alimentándote de Lucía.
“De pequeña para torturarme utilizabas mi imaginación, los dibujos del papel pintado saltaban para atacarme, los muñecos de repente me observaban con sus terribles ojos rojos, seres deformes trepaban a mi cama. Según fui creciendo tu crueldad fue en aumento, me arrebatabas una y otra vez a mis seres queridos, me dejabas sin amigos, me sumías en la más absoluta soledad. La angustia y la tristeza me paralizaban.
Tu última y la más maquiavélica proeza fue regalarme aquella hermosa bola de cristal, en la cual siempre vaticinabas desgracias.”
“Maldito, maldito seas mil veces, nunca más volverás a manipularme”, se propuso firmemente Lucía. Cogió la bola de cristal y la estrelló contra la pared.
“El poder sé que es mío”, pensó Lucía esa última mañana, decidida a luchar y derrotar a ese monstruo que durante tantos años la había tenido prisionera, cogió su bolso y su sombrero y salió a la calle con el propósito de comerse el mundo.
Te quedaste mudo, eso sí que no lo esperabas, sólo te quedó escribir una misiva de despedida:
“A la presente el Sr. Miedo ya no vive aquí, se despide de usted atentamente”.
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