Extraviarnos fue un regalo, un primer susto de perder la ruta para luego encontrar la fuerza del viaje.
La mañana anterior nos adentramos en la cordillera, buscando la oportunidad de respirar, de darle aire también a nuestra relación. Caminamos durante horas por el sendero, descansando a ratos en vertientes donde nos abastecíamos de agua que acompañábamos con el humo del cannabis . Nuestra energía se agotó junto con la luz del sol y nos apartamos del camino buscando el lugar ideal para nuestra carpa. Nos demoramos más de lo habitual en armarla, porque me distraían sus movimientos, la delicadeza de su fuerza parecía danzar con las ramas, su pelo sobre el hombro acompañaba el sonido de la corriente del río. Encendimos marihuana en la fogata con la que habíamos cocinado, y ya saciado el estómago y la imaginación, nos acurrucamos en la carpa para amortiguar el frío. Mi brazo sobre su cintura, el aroma de su cuello, mi palma aprisionando su seno, la suya apretándome buscando cerrar una distancia que ya no existía. El silencio nocturno del bosque silbaba nuestras pulsaciones, cada estrella era un complejo mapa de nuestro placer. Entre el orgasmo y esa nostalgia de volver a buscarlo, la abracé. No había frío que pudiera penetrar la calidez de ese pequeño espacio interior de la carpa, ni palabra que deseara oírse, nuestro silencio lleno el sueño que nos hizo dormir entrelazados.
Desperté y ella no estaba.
Abandoné todo lo que traíamos, sólo la necesitaba a ella. La flora que ayer parecía susurrarme secretos ahora se silenciaba. Corrí desesperado por el bosque, gritando su nombre, uno que ya no recuerdo. La angustia me llevo a un pequeño sendero oculto que subía y se perdía entre los árboles, subí por una pequeña escalera hecha de pedazos de troncos naturales, no aparentaba ser trabajo humano.Al llegar, lo comprendí.
Un amplio río se perdía entre los cerros, rodeado de extraña vegetación, plantas con las hojas más gruesas que he visto, una corriente en ambas direcciones que rodeaba un volcán en medio, rindiéndole tributo. Flores de tantos colores que mis ojos no lograban apreciar, todo en movimiento con la brisa que venía de las profundidades. Desde el fondo unas ondas dibujaban una potente trayectoria en el río. Venía directo hacia mí, por un segundo me pensé en peligro pero entre más se acercaba, más me llenaba de una tremenda paz. Y entonces la vi. Una ballena, similar a una jorobada, nadaba por el río, este era su hogar, ella lo llenaba de belleza y el entorno le respondía con la relación más armoniosa que se podía crear. Enlazado con su movimiento dejé de sentirme uno, y pasé a ser todo, uno con ella y con el resto de las cosas, y entre mis dedos sentí la caricia de los suyos. Ella estaba parada a mi lado, tan maravillada como yo, con nuestra ballena. Me aferré a su mano y nadamos los tres.
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