A los siete años mi tío me regaló un caballete, un lienzo y un maletín con pinturas, pinceles y una paleta de madera. Era el mejor regalo que me habían hecho nunca. Yo no solía recibir regalos, y menos tan caros. Y además mi tío aseguraba que me lo había comprado porque yo tenía un don para el dibujo. Me sentía la niña más importante del mundo. Pinté una casa de madera, en medio de un bosque. Ahora quisiera mostrárselo a mi hija, para que viera la evolución de mi trabajo. Pero no puedo, porque lo tiré a la basura cuando averigüé que en realidad no tenía un don, sino que mientras pintaba, no molestaba.
Alimentaron el bulo todo lo que pudieron, ganando tiempo sin atender a la niña. » Que bien lo haces. Tus dibujos tienen vida». Yo realmente creía que así era. Así que llené la iglesia de mi barrio de murales, la biblioteca de la escuela de pósteres, e incluso alguna pared de la granja de enfrente de mi escuela. Ellos nunca vieron aquellos dibujos. Supongo que ni siquiera los que hice en casa. Porque no importaba que fueran buenos o no, sino que yo lo creyera en ello lo suficiente para que invirtiera mi tiempo en ellos y desapareciera para dibujar.
Así viví aquella mentira hasta que en una mañana de domingo quise saber qué debía estudiar para ser pintora profesional, y sus risotadas rebotaron en las paredes de mi cerebro hasta llegar a mi corazón, rompiéndolo para siempre en mil pedazos.
– Mamá… ¿de qué te ríes?
– Hija, para ser pintora profesional tienes que ser muy buena, si no eres muy buena nunca te podrás ganar la vida con eso. Pero aun es pronto para hablar de eso, aun estas el colegio. Anda, tu pinta niña, pinta.
– Pero… soy muy buena pintando mamá, tu misma lo dices siempre…
– Sí hija sí, muy buena. Pinta, pinta.
La última frase ya la susurró mientras seguía leyendo el cotilleo de turno su revista Lecturas. Volví a mi habitación y revisé todos mis dibujos, mis pinturas y mis retratos a carboncillo. Eran terroríficamente malos. Sentí una vergüenza horrible. Me sentí ridícula y expuesta ante todos como una niña estúpida con aires de artista barata. Recogí todos los dibujos, las pinturas y los lápices, los metí en una gran bolsa negra y los tiré. Aquel momento quedó para siempre grabado en mi retina. Hasta recuerdo el nauseabundo olor con el que me golpeó el contenedor verde al cerrarlo de un golpe tras tirar en él toda mi fe en la vida.
– ¿Y como se llega desde aquel contenedor a ser la autora de la obra mejor pagada de la historia contemporánea de la pintura?
Pues destruyendo los muros del dolor de no ser buena para quien debía ser la mejor. Y sabiendo que el párroco de la iglesia de mi barrio vendió uno de mis dibujos de infancia en una subasta para beneficiencia por 10.000 euros.
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