Mundo de papel

Mundo de papel

Adanhiel

16/10/2018

Desde muy pequeño Ildefonso se sintió un niño señalado para cualquier cosa que pudiera tenerse por trascendente; a la edad de cuatro años ya sabía leer y escribir perfectamente y era algo que sus padres celebraron como un logro laudable para una personita a quien se le había diagnosticado autismo. Sin embargo, su don para las letras, que tan significativo habría de ser con el paso del parsimonioso tiempo, resultó para sus padres, modestos trabajadores, el lugar o el metafórico escondite en el que el menor de sus hijos se enclaustraba dejando de interactuar con el resto de un mundo que parecía resultarle extraño, fuera del suyo en el que no daba muestras patentes y plausibles de incluír a nadie más. Las temáticas que Ildefonso fue desarrollando, sin embargo, tenían mucho que ver con ese mundo en el que él no se veía integrado observado, eso sí, desde un prisma que nada tenía de convencional y que enfocaba, de singularísima manera, la sociedad en la que tenía que situarse, si acaso marginalmente.


Los padres de Ildefonso se adaptaron a la realidad convivencial que les había tocado vivir y a la (distinta a todo) idiosincrasia de su hijo menor al que dedicaron lo mejor de sí mismos acostumbrándose, en base al amor que le profesaban, a su continente más que presumíblemente ausente en el que no se podía profundizar teligíblemente, sino por medio de sentimientos. El contenido de sus obras, sin embargo, eran profundas, en ellas se conbinaban, ostensíblemente, temas como la religión, la filosofía, la teología, la sociología con un vocabulario amplio, aunque personalísimo, que sus progenitores procuraron descifrar, por intentar entrar en su limbo personal, ya que esperar lo contrario no llevaba a lugar… aunque la intentona resultó fútil, desistiendo de ella al poco de ponerse en plan indagatorio. Pero, tanto tiempo dedicaron a Ildefonso que su hermano mayor generó en su interior una envídia que, con visos del fenecimiento de ambos (tras sendos casos de Alzheimer), tomó la determinación de internarlos en un centro geriátrico hasta el momento de su muerte.


Ildefonso, como discapacitado que era, debía ser tutelado por alguien que no fue otro, cómo no, que su hermano mayor el cual le consiguió una pensión que utilizó para deshacerse del hermanito especial que nunca hubiera querido tener, y que tanto afecto recibió mientras él se sentía acuciado por responsabilidades que consideraba tan indeseables como injustas. Ildefonso había acumulado montones de escritos que la familia fue acumulando en el desván, olvidadas… polvorientas, de las cuales también se deshizo, intestinamente, sin la menor de las contemplaciones. Mientras, su hermano menor, una vez instalado a perpetuidad en un hospital psiquiátrico, siguió escribiendo día a día, si acaso de forma analéctica, unas reflexiones que cada vez fueron generando mayor repercusión social a través de las redes en las que le enseñaron a volcar su don.


Ildefonso nunca pidió un eco mediático ni afectivo a su trabajo pero sí que, tras su propia muerte, dignificó el sentido de la palabra VOCACIÓN.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS