El sabor de la sal

El sabor de la sal

Sal. Sal en sus labios. Cómo olvidar aquellas gotas con sabor a muerte que empapaban su cara mientras conservar la vida dependía solo del fino hilo de sus fuerzas. Un débil sedal de seda, casi roto, desgarrado.

Sal. Sal en sus manos. No podía dejar de sentir la noche más larga mientras mecánicamente aliñaba con la tierra del mar el siguiente plato, siempre con la misma cantidad, dos golpes de salero, no muy fuertes. Disfraz de sinsabor para engañar a paladares dormidos que engullen siempre lo mismo, siempre a la misma hora.

Agotada. Agotada abraza la tabla de salvación entre cuerpos y lágrimas, entre miedo y esperanzas rotas. Mientras, las olas golpean con fuerza, sin conciencia del dolor que provocan, devorando carne humana con cada nuevo trago.

Agotada. Agotada cruza la noche. Siempre tarde. Deseando esconderse en el pequeño rincón que ahora puede llamar hogar. Al llegar se deja caer entre cuerpos que, como ella, sólo huelen a cansancio.No hay tiempo para sonreír, no hay nada que celebrar. Tan solo queda el alivio de dejarse atrapar por el sueño.

Luz. La luz despierta su inconsciencia. Sigue viva. Aún está abrazada a la curtida madera. No sabe cómo lo ha logrado. Observa los huecos vacíos aunque no logra recordar todas sus caras. Un nuevo recuento deja entre ellos un puñado de sombras caídas. El calor quema su piel. No le importa. La calma que la rodea le hace sentir que su esperanza sigue viva debajo de las quemaduras.

Luz. La luz del día aún no se adivina en los huecos de las rejas. El recuerdo del esfuerzo sigue golpeando los huesos que deben soportar un día más, otro día igual, encerrada en la misma estrecha cocina coronada por el sol fluorescente que parpadea de vejez.

Olor. Olor a tierra desconocida. No hay tiempo para celebrar su aroma. Los pies deben seguir su huida hacia adelante. El lejano destino siempre será mejor que lo que abandonó, oscuro pasado de los recuerdos encerrado bajo llave en el fondo de la memoria.

Olor. Olor a fritanga y comida vacía. Un monótono desfile de tonos grises invade su nariz matando cualquier posibilidad de respirar una flor. Hay que seguir de pie. Ya no hay otro sitio al que huir. Ya no queda ilusión para encontrar otro arcoíris, lleno de colores que jamás tocan la tierra. Esta era la dorada meta.

Sabor. Sabor a victoria. Su corazón celebra su llegada a la gran ciudad. Sus ojos miran Madrid con la curiosidad de atrapar lo desconocido, lo inalcanzable. Ese mar de oportunidades, el mar dulce. Lago en calma tierra adentro, lejos de la húmeda y terrible oscuridad total.

Sabor. Sabor a sed. Nada calma la angustia de la garganta. Seco pozo sin fondo que desde el interior le lanza a sus labios el sabor de la honda pregunta que no acepta en la mente, que no se atreve a paladear:

¿Mereció la pena sobrevivir…?

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