Decidido lo vi irse hacia el oriente, caminaba con los brazos extendidos, asemejaba un crucificado que esperaba recibir la bendición y la luz divina.
Ahora tan sólo milagrosamente flotaba, el viento lo acariciaba dulcemente, y sus pies se refrescaban con el agua salada del Golfo de México.
De vez en cuando unos pececillos cuidadosamente mordían su piel, era como un saludo de bienvenida a la otredad, todo eso le provocaba una satisfacción infinita, su rostro reflejaba una sonrisa que parecía decir:
¡He cumplido!
Su insuficiente levedad que ya no aguantaba tanta dicha, lo sumergía en una sensación de arrogante beatitud, pensó que se encontraba en el paraíso.
Una gaviota le avisó que se estaba ahogando, que sus mejores tentativas se habían quedado en tierra firme.
Pasó mucho tiempo hasta darse cuenta que su intento había fracasado.
Retornaba el frío, el miedo.
Resuelta había sido su decisión de renunciar a su existencia, sin embargo, algo le impidió morir:
¿Era Dios, su designio o la gracia de aquella mañana quienes salvaron su vida y le daban una nueva oportunidad para ser feliz?
Nadó y en pocos minutos alcanzó la orilla.
Volvió a pisar piedras, excrementos y latas vacías, volvió a oler a hombre, y le agradó saber que él era ese olor.
Sus ropas se le secaron sobre el cuerpo.
Enérgico caminó rumbo a la casa de su madre.
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