Son las ocho de la mañana cuando canta el cucú del destartalado reloj ubicado en la mesa de noche. El gorjeo de una paloma torcaza que anida en un árbol, da la bienvenida al nuevo día.
Es diciembre, época en que hacen su aparición los fuertes vientos alisios con silbidos y ráfagas de aire frío que se cuelan por las rendijas de la puerta. Desde la cama, disfruto el bamboleo de las ramas que el aire acosa. Intento salir pronto de ella. Olvidé que es imposible hacerlo porque mis piernas están bloqueadas por el accidente. Solo queda imaginar que puedo acercarme a la ventana para saludar el nuevo día con un prolongado bostezo.
Los rayos del sol entran con timidez hasta la habitación y se revientan en el piso aparentando un naufragio de espejos. Percibo el perfume de la tierra mojada. En espiral, se trepan por mi cuerpo las ganas de seguir luchando contra las grises huellas del infortunio. ¡No será la oscuridad la que impida que la esperanza permanezca!
Doy media vuelta en la cama para adentrarme en el mundo onírico que hace caminar. Extiendo las alas y desafío la realidad; la imaginación se desborda para atenuar el miedo que producen los buitres que acechan. Como ráfagas de vientos decembrinos, vago con los pies descalzos por las calles de la ciudad. En el hombro, una mochila para guardar las postales de los paisajes que ya no puedo transitar.
El Mar Caribe se revuelve iracundo; una tormenta se acerca y los pescadores huyen recogiendo las atarrayas. Los pelícanos baten las alas y dilatan sus ojos inquisidores para atrapar sardinas de un cardumen. Se lanzan en picada y remontan el cielo con los colosales buches repletos de comida. El dibujo abstracto de ese instante, se acomoda en el fondo azul de la mochila.
La brisa marina de la ciudad amurallada, desenrosca su ulular despertando los sentidos. Una gaviota distraída recoge algas de la orilla para bordar tiras de encaje verde, sobre las olas del mar. Sobre ellas, navega una mujer contoneando la cadera al ritmo de pregones ancestrales que murmulla en secreto.En la erguida cabeza, una porcelana de frutas tropicales se las lleva el viento como un adiós a las penas. ¡Muda postal del universo que aleja de tristezas y lamentos!
Corsarios, piratas y bucaneros como escamosos reptiles se hayan apostados en los coloniales portones de madera. Repican los llamadores de bronce con caras de león y patas de tigre. Intentan conducirme por estrechos zaguanes de locura para arrebatar las ganas que obligan a continuar.
En las paredes de la habitación, gotean pensamientos para conjurar los espantos: «No te compadezcas del silencio de tus piernas y continúa el destino de tu viaje».
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