¡Señorita, señorita ¡una voz bien tildada, educada me pedía por favor, que detuviese el paso y le escuchara. Seguí mi camino sin volver la vista atrás, segura que nada de lo que me quisiera vender me interesaba. Insistía “señorita” “señorita” y con resignada curiosidad, me detuve y le di la cara. Bajito, bien ataviado, zapatos relucientes,bien peinado, con ojos de liebre y una agilidad, no acorde a la edad que aparentaba, me ofrecía su ayuda para renovar el carnet de conducir. Antes de que pudiese siquiera esbozar una negativa, carpeta y bolígrafo en mano, con un desparpajo cautivador, no paró de parlotear sobre su ofrecimiento. Vendiendo sus servicios mejor que cualquier publicista estudiado, con la universidad que te da la calle y con la necesidad que te da la vida. Observando su pose con don de gentes, parecía un letrado informando a su cliente, sobre lo que más le convenía en un caso trascendental para su futuro. Sin que por mi parte mediase palabra alguna, admirando al encantador de serpientes que tenía junto a mí, no pude por más que seguir sus pasos que me llevaron primero al centro médico, con cuyos empleados se entendía a la perfección (seguro tendría comisión por cliente) y luego al edificio de Tráfico, donde rellenó bajo mi atenta supervisión los impresos necesarios para el trámite. Tras lo cual me indicó con voz tenue, donde había de hacer cola, para el ingreso en efectivo de la renovación. Con expresión del deber cumplido, permanecía a mi lado, esperando simplemente, la voluntad, como pago.
Pintoresco personaje, que bien podría haber sido el protagonista de cualquier novela picaresca española. Un estupendo relaciones públicas de esta época, un fiscal apasionado o un dulce abogado defensor de causas perdidas. Sin saber de dónde salió, ni adonde fue,si de algo estoy segura, es que ese viejecito caballero podría venderte una Mahou bien fría en el polo norte, o un chocolate caliente en el desierto. Tenía eso que la gente llama “ángel. Una personalidad arrolladora, una seguridad impresionante. Ese “no sé qué” que hace que su recuerdo permanezca en mi memoria muchos años después y que, aún hoy, esboce una sonrisa, como la de aquel día, en la que un desconocido hizo que le escuchase en plena calle y además le diese unos monedas por unos servicios, que no necesitaba.
Un ejemplar buscavidas, del que sin duda recibí mucho más de lo que le di.
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