Desde allí lo veìa. Gris, firme, lejano, como frío, en plena mañana de verano cuando el sol se acomodaba para ubicarse justo arriba de su cabeza. El aire era denso, el viento golpeaba duro, pero no se podía pensar. El cielo tan claro y los ojos tan nublados. Esos quince pisos lo acercaban a lo peor, y lo mantenían cerca del sol, pero el frío de ese corazón no se derretía.
Quizás era amor, por ahí rondaba la soledad, se oía el silencio y retumbaban los gritos internos. No había testigos, solo barandas y membranas abrazan, retenían, ese momento a casi cien metros de altura, nadie se imaginaba lo que sucedía allí. El temor a saltar se hacía escuchar en la oreja derecha, la consciencia luchaba desde el otro oído para impedir lo deseado, pero su mente no se aclaraba, no se podía despegar de ese gris a la distancia.
Busco salvadores a la distancia por medio de diversos llamados telefónicos, nadie atendía tan temprano por la mañana y quienes atendían el llamado estaban tan ocupados en arrancar su día que apenas si lo escucharon decir “Hola…” No había lugar para salvatajes, era una mera decisión de pegar un salto, de terminar con ese molestia interna, callar esos gritos cerebrales e impactar contra el gris de esa vereda que lo atraía, pero no lo convencìa.
La batalla allí arriba era cruel, tremenda, hasta desgarradora en términos de cómo se iban desarmando partes de su ser en cada pensamiento. Como un polen intocable, apenas perceptible, la desazón lo acercaba a la baranda, mientras el crujir de la membrana de aquella terraza iba anunciando como tamborines el final anunciado.
Agarró la baranda con sus manos, pensó varias veces cómo serìa el impacto, calculó con qué pierna comenzaría a cabalgar sobre el caño de ese límite territorial entre la vida y la muerte. No había margen de error si caía de aquel corcel de aflicción que parecìa decidido a montar. Todo parecía listo y preparado para la función policial de la jornada en aquel barrio del norte de la Gran Ciudad de Buenos Aires, pero no.
Como un final de heroes y villanos, el bien y la vida se impusieron en la batalla de aquel pibe. En el análisis quedó archivada la cobardía por ese amor no confeso, el divorcio de unos padres preocupados y responsables, pero opresores, y la adolescencia en estado puro con la urgencia de vivir rápidamente. Todo aquello quedó superado con un llamado, el salvador inconsciente, desinformado, el que nunca se anoticio que por escuchar a un desesperado logró sacarlo del extremo límite a casi cien metros de altura, y que horas después un café sería el antídoto para enterrar la muerte.
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