El día que Luis cambió de trabajo se dio cuenta de que su vida había estado vacía hasta entonces. Hacía tiempo que luchaba por llegar a ser reconocido en su empresa, por cobrar un sueldo mejor, por tener un horario más flexible para poder compaginar su vida personal y profesional… hasta que, de repente, le dijeron que prescindían de él. «Daños colaterales por culpa de una reciente fusión». Esas fueron las palabras empleadas por su jefe que hoy, meses mas tarde, todavía recuerda. A partir de ese anuncio, su mundo cambió radicalmente. Pasó de ser un joven y respetado arquitecto de Madrid, la ciudad que lo había visto nacer, a ser un parado más. Un número en la cola del desempleo . Pero lo peor no fue adaptarse a esa nueva circunstancia. Lo más doloroso fue admitir que, lo que había estado haciendo hasta ahora, no era lo que quería hacer. Aquellos pensamientos no tenían sentido. O sí. Necesitaba un cambio radical. Se imponía un doble salto mortal que, aunque arriesgado, diera sentido a tantos años de preparación y esfuerzo. Llevaba tiempo pensando en ello. Sin atreverse. Por fin, había llegado el momento.
Comenzó por asesorarse. Después, todo fue rodado. Vendió, aunque a bajo precio, el piso que años antes, había elegido y decorado con ilusión. El coche, un recién estrenado modelo de lujo, también tuvo el mismo final. Lo demás, lo regaló casi todo. Compró un billete de avión, solo de ida, y empaquetó las cuatro cosas que creyó imprescindibles. Finalmente, se despidió de su escasa familia y de los pocos amigos que consideró le echarían de menos. En pocos días, todo estuvo preparado.
La mañana que partió hacía su nuevo hogar, lucía el sol. Pensó que presagiaba todo lo bueno que estaba por llegar. Cuando aterrizó en aquel inhóspito aeropuerto de Senegal, en medio del cercano continente que tantas veces había soñado con visitar, suspiró profundamente sintiéndose ya otra persona. Un hombre valiente, dueño de si mismo, generoso y capaz de todo. Alguien mucho más libre.
Hoy en día, no puede ser más feliz. Construye, con sus propias manos y las de unos cuantos voluntarios, una pequeña escuela en mitad de ninguna parte. Disfruta haciéndolo, como si se tratara de una lujosa y cara edificación. Vive rodeado de hombres y mujeres que sueñan con lo mismo: ayudar a esa pobre gente. Le encanta dejarse impregnar por sus costumbres, casi siempre, tan diferentes a las nuestras. Cada día, se maravilla ante esa eterna sonrisa que nunca falta en sus rostros. Como la de Abdul, el niño que, desde que llegó a la aldea, no se separa de él ni un segundo. Su mirada está repleta de admiración y cariño. Su ayuda es incondicional. Ese pequeño y oscuro rostro, esos alegres ojos, tan llenos de luz, han conseguido llenar todos los huecos. Ahora, tiene una meta que alcanzar y un sueño hecho realidad. ¡Ah, y un nuevo amigo!
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