Siempre he sido un glotón, siempre me ha encantado comer dulces. Todo tipo de bollería industrial, cómo por ejemplo los donuts recién hechos que me traía mi abuelo para desayunar bien calentitos repletos de azúcar glasé. Extremadamente deliciosos. También distintos tipos de tarta como la selva negra, tarta de queso, tarta al whisky, de turrón.. tengo que decir con respecto a esto, que las he probado «comerciales» digamos, y tengo que añadir que como los postres de mi abuela ninguno. No sé si es el cariño, ese pequeño esfuerzo que supone hacerme tal postre especialmente preparado para mí. No sé si es la satisfacción que siente mi abuela al verme comer aquel postre, con una sonrisa de oreja a oreja en cada cucharada con todo el pastel por la cara.
No sé lo que es, pero lo único que sé que mis papilas gustativas no han probado algo semejante en todo lo que llevo de vida. Esa tarta de queso con base de galleta que se te deshace dulcemente en la boca, mientras toda tu lengua se impregna de un sabor a caramelo exquisito. Ese arroz con leche, preparado con mucho empeño removiendo el arroz para que no se pegue, quitando los trozos de limón para que nadie sea el desafortunado en toparse con uno de ellos, ese fuerte olor y sabor a canela y por último pero no por ello menos importante, el espolvoreamiento de azúcar para su próximo requemado. En una sola cucharada se siente una explosión de sabor, que casualmente lleva un pequeño trocito de limón.
Doy gracias a la vida por tenerte, doy gracias por tener a mi propia chef cinco estrellas en repostería, doy gracias por ser tu nieto y tener el privilegio de probar tales sabores que nadie más en su sano juicio podrá recrear; simplemente porque el ingrediente secreto es el amor que sientes al prepararlo para mí.
Te quiero.
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