Con mi madre lo tengo claro, ella está en el cielo. Mi hermano, genio y figura, me advirtió que ojito con las hormigas que pisaba no fuera que se hubiera reencarnado en una. Pero dime una cosa, ¿a dónde van los muertos que no esperan la muerte? ¿Dónde los coloco? Ya sé que esta pregunta te rechina, tú siempre tan práctico, pero necesito saberlo.
Y aquí estoy. Cerrando una puerta o mejor dicho, rompiendo paredes y ampliando el horizonte. Han sido muchos meses de darle vueltas en la cabeza y por fin ha llegado el día. Me voy.
Comenzó siendo una quimera, un sueño con el que fantasear sobre la almohada. Poco a poco se transformó en una posibilidad de un futuro incierto. Hasta que un día me pregunté ¿por qué no? Entonces llegaron los listados, los pros, los contras y diseñar un plan se convirtió en mi obsesión. Puse manos a la obra y empecé a viajar con la bicicleta, rutas a modo de ensayo cada vez más largas y lejanas. Comprobé que era posible vivir de esta manera y que la experiencia aventajaba mi sueño. Pero me faltaba el empujón final: poner fecha. Y tú me ayudaste. Ninguno de los dos nos podíamos imaginar que tu partida me daría el impulso necesario para nacer a esta nueva forma de vivir. Que ironía ¿verdad?
Me he pasado la vida cumpliendo expectativas de cercanos y desconocidos ¿para qué? He sido buena, no un modelo a seguir, pero sí he sido buena hija, buena hermana, buena estudiante, esposa, trabajadora, amiga, madre, buena ciudadana. ¿Sabes cuánto pesan cincuenta años de bondad? Pues sí. La verdad es que demasiado. Pero ya he soltado la carga.
Mírame. Todo lo que necesito está guardado en cuatro alforjas, un saco estanco y una bolsa de manillar sobre la bicicleta. Salgo ahora a recorrer el mundo a pedales sin meta y con rumbo firme. En mi corazón suena dixieland. Me siento fuerte y orgullosa, con este miedo excitante que me confirma que estoy viva.
Dime amigo, ¿dónde te has ido? ¿Dónde te coloco?
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