Él me amaba.
Me lo dijo muchas veces.
No importa que a veces me hiciese daño, después de todo, el amor duele.
Él siempre se disculpó después. Me llevaba rosas. Me llevaba al cine, al teatro, a un picnic o una escapada romántica. Siempre pendiente de mí, buscando que le perdonase. Diciéndome que me amaba y que no podía perderme.
Siempre le acabé perdonando.
Él me quería.
Me quería a su lado.
Me quería en casa.
Me quería para él solo.
Mis amigas eran una mala influencia. Siempre de fiesta. Siempre bebiendo. Todas unas putas, yéndose con el primero que les mirara bien.
Mis amigos sólo se querían meter en mis pantalones.
No me daba cuenta, pero me rodeaba de gente tóxica.
El único que me quería era él.
A veces me hacía daño, pero era mi culpa, le hacía enfadarse con mis actitudes infantiles.
Después de pegarme siempre se arrepentía. Siempre me compensó después.
Él me seguía diciendo que me quería.
Y yo también lo quería a él.
Nos complementábamos: él iba a trabajar todos los días, traía el dinero a casa, y yo me ocupaba de hacerle de comer y de las tareas del hogar.
Era un trato justo, y a él siempre le gustó mucho como cocinaba.
Decía que jamás había comido nada tan rico como lo que le preparaba yo.
Al principio no conseguía hacerle la comida como a él le gustaba, pero a pesar de que se enfadaba, siempre tuvo mucha paciencia y esperó a que aprendiese. Otros me habrían dejado por otra que le cocinase como querían, pero él siempre se quedó conmigo.
Tampoco voy a mentir, nuestra relación no era la mejor del mundo. Había veces en las que me quedaba llorando hasta tarde, o que tenia que disimular un moratón por aquí y otro por allí. También extrañaba salir y quedar con mis amigas, pero al final aprendí que no existen las relaciones perfectas. A nosotros nos funcionaba, y al final, el amor es dolor, es sacrificarse por la otra persona y aguantar lo malo de esa persona porque lo quieres. Todos tenemos fallos, ¿por qué iba a dejarle si de vez en cuando me levantaba la mano? ¿No es igual que un padre castigando a un hijo? Yo era suya, al igual que mi cuerpo, mi alma y mi corazón, pero, a veces, no bastaba. Necesitaba la perfección. Él siempre creyó en ese viejo refrán, ¿cómo era? ¿»La letra con sangre entra»? Y al final demostró que funcionaba. Aprendí a ser la novia ejemplar. Más tarde, la mujer. Y poco después, la madre.
Creo que nunca se esperó que aprendiese tan bien la lección.
El primer día que vi a mi hija, aprendí lo que es el verdadero amor.
El día que lo descubrí en la cama de mi hija, perdí una parte de mí, pero lo entendí, al fin entendí lo que tenía que hacer.
No soy una asesina, ni una víctima. Soy una superviviente y una madre.
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