Abrí la misiva y con sorpresa encontré una entrada para: A ciegas gourmet. Un espectáculo musical, durante el cual servirían una cena en total oscuridad. No podía negarme, me estaba invitando Ernesto, mi querido ex-alumno de braille. Comer sin ver lo que había en el plato me pareció una propuesta para valientes; dudé un instante pero decidí que iría. Faltaban solo dos días, comencé a pensar qué vestido sería más indicado para la ocasión.
Llegó el momento esperado. Todos los miedos se habían ya evaporado cuando bajé del taxi en la puerta del teatro; quedaban solo entusiasmo e intriga. Pasé acompañada por una camarera que se guiaba con su bastón blanco;una vez atravesado un pesado cortinado quedábamos todos momentáneamente ciegos.
Comenzó el espectáculo musical y una camarera anunció que nos dejaba delante el primer plato. Busqué el tenedor, al encontrarlo comenzó la aventura. El peso del cubierto me indicaba que había logrado sostener algo, pero antes de poder llevarlo a mi boca, no estaba más; desapareció junto con los colores, las formas y parte de mi amor propio.
Sentí que me tomaban la mano, un acto reflejo me llevó a retirarla, mientras alguien a mi lado me pedía disculpas y me explicaba que estaba buscando el pan. Le respondí que si prefería mi mano al pan, podía tomarla de nuevo; el silencio inicial y las risas que siguieron me anunciaron que el señor estaba acompañado. Entendí que las mujeres ciegas deben ser más prudentes.
Un torbellino de perfumes anunció la llegada de otro plato, estaba muerta de hambre. Lo que pesqué lo quise acercar a mis labios y con asombro sentí que entraba por mi nariz algo caliente y perfumado, lo retiré y al tacto adiviné que era una papa frita, que en el apuro se deslizó y cayó nunca sabré donde. Pensé que era mejor escuchar atentamente los tangos y su sabor a nostalgia.
Llegó una camarera anunciada por el aroma de las especias que me atropellaban de informaciones que yo no sabía descifrar. Esta vez decidí usar las manos, si bien la cosa no era delicada, pensé que, en efecto, nadie me vería. Mis dedos se acercaban delicadamente al centro del plato, tocando algo que pude identificar como una salsa, quise agarrar eso que podía ser un fideo, pero se resbaló como jabón mojado.
Las manos chorreaban tomate cuando Ernesto bajó del escenario donde había presentado a los músicos y llegó a mi lado para saludarme. Me chupé los dedos y los limpié con todo lo que encontraba, servilletas, mantel y mi vestido incluidos. Lo saludé, le agradecí muchísimo el regalo y mientras se desbordaba mi emoción lo abracé con ternura y dejé que se ahogara en mi garganta la pregunta ¿de dónde sacan la fuerza para afrontar cada día en penumbras?
Me gustaría poder hacer algo para protegerlo, pero es él quien secando con sus manos mis lágrimas dice en mi oído: —fuerza maestra, usted me enseñó a ser valiente, ¡no se me achique!
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