Como quien no quiere la cosa, mi mujer decide de repente que deberíamos colaborar más con las actividades de la AMPA y se ofrece como voluntaria para que yo, mañana, forme parte del jurado en el concurso de tartas de la escuela. «Como te gustan tanto los pasteles…» dice, poniendo cara de: «Perdona, pero creí que te gustaría».
Una vez asistí al concurso. Las madres desilusionadas por no haber obtenido premio, buscaban con la mirada asistentes con la boca vacía para abalanzarse sobre ellos, ofreciéndoles una porción de su obra de arte culinaria, ávidas de oír algo como: «¡Por Dios! No sé cómo no ganaste», con un plato de plástico blanco de los chinos —esos que se doblan solo con mirarlos— sujeto con las dos manos, como si llevaran un diamante del tamaño de un huevo de gallina, un desconocido insecto prehistórico conservado en ámbar o las monedas que recibió Judas en pago por su traición.
Y tú, que ves acercarse el peligro desvías la mirada, pero resulta inútil porque ella avanza entre el público con una determinación que impone. No se le cae el plato ni la cuchara, ni encuentra por el camino a otra potencial víctima y cuando llega, piensas: ¡Na! Que lo que está pa mí, está pa mí. Te haces el sorprendido, sonríes, coges el plato con ambas manos y pones especial cuidado en que no se te caiga, pero no es suficiente. Ella sonríe mirándote a los ojos con la intensidad de un comisario que interrogara a un peligroso delincuente exigiendo una respuesta satisfactoria.
Hay que ser malabarista del Circo del Sol para, de una porción casi aplastada, cortar un trozo con el canto de una minúscula cuchara de plástico flexible, sobre un plato que se dobla solo, rodeado de gente que empuja intentando pasar desapercibida, y que no termine todo por el suelo. Pero lo consigues porque la ilusión de una madre está en juego, porque no quieres que piense que lo hiciste adrede, y porque resultaría inútil, ya que, achinando los ojos, te espetaría: «No te preocupes que hay más». La pruebas y dices: «Ectá diquídiba», porque se te pegó en el cielo de la boca, pero ella sonríe complacida.
Y yo que soy de una timidez enfermiza, me imagino, tras una noche de insomnio por los nervios, rodeado de ilusionadas madres tarteras, poniendo cara de entendido diciendo: «La textura… no termina de convencerme» temiendo adivinar, por sus gestos, qué madre perpetró semejante atentado contra el noble arte de la repostería casera.
Llegó el momento. Ya no hay vuelta atrás. Que sea lo que Dios quiera.
Los miembros del jurado nos sentamos frente a una gran mesa repleta de tartas de colores, numeradas. Frente a nosotros, una legión de madres nerviosas se reparten halagos mientras rezan para que vomitemos con todas las tartas menos con la suya.
Expectación: comenzamos.
Degusto la primera.
Sabe muy raro. Como a… cáscara de plátano.
Se me abren mucho los ojos.
Y me pica la lengua.
—Fin—
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