Curanto de amor

Curanto de amor

RuDa Laurenti

12/08/2020

El sol entrando por la ventana invitaba salir a la búsqueda de un día de campo a orillas del lago Nahuel Huapi y por ello bajé hasta la recepción del hotel a pedirle al conserje que me indicara algunos lugares a los que se podía ir a almorzar. Aquel hombre extrajo un plano de Bariloche y bolígrafo en mano, comenzó a marcar las distintas alternativas que supuso serían de mi interés.

─Colonia Suiza.¡Esa me gustó! ─exclamé intuitivamente.

Dando un brinco sobre la escalera, subí hasta la habitación para buscarla a ella. Sentada en la cama, Mary ultimaba detalles de su rito cotidiano, ya que colocarse las botas era tan necesario como el abrigo mismo, como maquillarse, peinarse o ponerse aquel perfume de Iris de Florencia que embriagaba mis sentidos. Tomándole la mano, fuimos hacia la puerta entreabierta de aquella habitación y en el trayecto solo atiné a revisar si en el bolsillo de mi chaqueta conservaba aun lo que le había comprado.

El recorrido nos alejó del sol y a pocos kilómetros de haber emprendido el mismo, nos sumergió en una densa neblina que se confundía con la tenue llovizna, tornando de grises los tonos de las montañas, los pinares y el lago. Todo era tan bello, incluso el frío mismo.

Al llegar a Colonia Suiza, una serie de carteles tallados en madera indicaban por donde acceder al Curanto de Víctor Goye y aun cuando la llovizna no daba tregua, allí nos detuvimos. Inmersos en una atmósfera de turistas ávidos, nos sumamos a ellos. La ceremonia estaba por comenzar.

Una suerte de tribuna se erigía a la vuelta de un fogón, donde los interesados podían acodarse ante las mesadas para presenciar esa propuesta culinaria, tan añeja como originaria. El curanto se había iniciado, primero cavando un pozo en la misma tierra negra y húmeda que estábamos pisando, pero por debajo de un techo de chapas que nos protegía de las inclemencias del tiempo. Del fogón avivado constantemente, extrajeron piedras bolas uniformes, que humeantes y enrojecidas introdujeron en aquel hoyo y disponiéndolas como un colchón, colocaron sobre ellas las ramas con hojas de maqui. Sobre el manto verde de aquel follaje, descargaron el contenido de varios cajones que en su interior guardaban trozos de carne vacuna, cerdo, cordero, pollo, salchichas y chorizos para dar lugar a las verduras: papas, zanahorias, batatas, cebollas, zapallos ahuecados rellenos de queso crema y arvejas. Y las manzanas.

Todo parecía tan mágico y atrayente que sería casi imposible no recordarlo.

Otra cubierta de follaje, las lonjas de lona arpillera humedecidas hasta cubrirlo todo y finalmente con palas taparon aquello con la misma tierra que habían extraído del hoyo. Los aromas excitantes mutaron apetitosos, las mixturas por el aire y unas ansias de gula impostergables.

Rato  después,  degustamos aquellas exquisiteces que distribuyeron religiosamente en cinco platos diferentes. Una zamba de Atahualpa Yupanqui acompañó la escena y extrayendo de mi bolsillo el estuche que contenía un anillo con la frase “Locura de amor”, le dije:

─Feliz Aniversario para los dos.

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